viernes, 27 de enero de 2012

El árbol (1920), cuento de HP Lovecraft



«Fata viam invenient.»

En una verde ladera del monte Menalo, en Arcadia, se halla un olivar en torno a las ruinas de una villa. Al lado se encuentra una tumba, antaño embellecida con las más sublimes esculturas, pero sumida ahora en la misma decadencia que la casa. A un extremo de la tumba, con sus peculiares raíces desplazando los bloques de mármol del Pentélico, mancillados por el tiempo, crece un olivo antinaturalmente grande y de figura curiosamente repulsiva; tanto se asemeja a la figura de un hombre deforme, o a un cadáver contorsionado por la muerte, que los lugareños temen pasar cerca en las noches en que la luna brilla débilmente a través de sus ramas retorcidas. El monte Menalo es uno de los parajes predilectos del temible Pan, el de la multitud de extraños compañeros, y los sencillos pastores creen que el árbol debe tener alguna espantosa relación con esos salvajes silenos; pero un anciano abejero que vive en una cabaña de las cercanías me contó una historia diferente.
Hace muchos años, cuando la villa de la cuesta era nueva y resplandeciente, vivían en ella los escultores Calos y Musides. La belleza de su obra era alabada de Lidia a Neápolis, y nadie osaba considerar que uno sobrepasaba al otro en habilidad. El Hermes de Calos se alzaba en un marmóreo santuario de Corinto, y la Palas de Musides remataba una columna en Atenas, cerca del Partenón. Todos los hombres rendían homenaje a Calos y Musides, y se asombraban de que ninguna sombra de envidia artística enfriara el calor de su amistad fraternal.
Pero aunque Calos y Musides estaban en perfecta armonía, sus formas de ser no eran iguales. Mientras que Musides gozaba las noches entre los placeres urbanos de Tegea, Calos prefería quedarse en casa; permaneciendo fuera de la vista de sus esclavos al fresco amparo del olivar. Allí meditaba sobre las visiones que colmaban su mente, y allí concebía las formas de belleza que posteriormente inmortalizaría en mármol casi vivo. Los ociosos, por supuesto, comentaban que Calos se comunicaba con los espíritus de la arboleda, y que sus estatuas no eran sino imágenes de los faunos y las dríadas con los que se codeaba... ya que jamás llevaba a cabo sus trabajos partiendo de modelos vivos.
Tan famosos eran Calos y Musides que a nadie le extrañó que el tirano de Siracusa despachara enviados para hablarles acerca de la costosa estatua de Tycho que planeaba erigir en su ciudad. De gran tamaño y factura sin par había de ser la estatua, ya que habría de servir de maravilla a las naciones y convertirse en una meta para los viajeros. Honrado más allá de cualquier pensamiento resultaría aquel cuyo trabajo fuese elegido, y Calos y Musides estaban invitados a competir por tal distinción. Su amor fraterno era de sobra conocido, y el astuto tirano conjeturaba que, en vez de ocultarse sus obras, se prestarían mutua ayuda y consejo; así que tal apoyo produciría dos imágenes de belleza sin par, cuya hermosura eclipsaría incluso los sueños de los poetas.
Los escultores aceptaron complacidos el encargo del tirano, así que en los días siguientes sus esclavos pudieron oír el incesante picoteo de los cinceles. Calos y Musides no se ocultaron sus trabajos, aun cuando se reservaron su visión para ellos dos solos. A excepción de los suyos, ningún ojo pudo contemplar las dos figuras divinas liberadas mediante golpes expertos de los bloques en bruto que las aprisionaban desde los comienzos del mundo.
De noche, al igual que antes, Musides frecuentaba los salones de banquetes de Tegea, mientras Calos rondaba a solas por el olivar. Pero, según pasaba el tiempo, la gente advirtió cierta falta de alegría en el antes radiante Musides. Era extraña, comentaban entre sí, que esa depresión hubiera hecho presa en quien tenía tantas posibilidades de alcanzar los más altos honores artísticos. Muchos meses pasaron, pero en el semblante apagado de Musides no se leía sino una fuerte tensión que debía estar provocada por la situación.
Entonces Musides habló un día sobre la enfermedad de Calos, tras lo cual nadie volvió a asombrarse ante su tristeza, ya que el apego entre ambos escultores era de sobra conocido como profundo y sagrado. Por tanto, muchos acudieron a visitar a Calos, advirtiendo en efecto la palidez de su rostro, aunque había en él una felicidad serena que hacía su mirada más mágica que la de Musides... quien se hallaba claramente absorto en la ansiedad, y que apartaba a los esclavos en su interés por alimentar y cuidar al amigo con sus propias manos. Ocultas tras pesados cortinajes se encontraban las dos figuras inacabadas de Tycho, últimamente apenas tocadas por el convaleciente y su fiel enfermero.
Según desmejoraba inexplicablemente, más y más, a pesar de las atenciones de los perplejos médicos y las de su inquebrantable amigo, Calos pedía con frecuencia que le llevaran a la tan amada arboleda. Allí rogaba que lo dejasen solo, ya que deseaba conversar con seres invisibles. Musides accedía invariablemente a tales deseos, aunque con lágrimas en los ojos al pensar que Calos prestaba más atención a faunos y dríadas que a él. Al cabo, el fin estuvo cerca y Calos hablaba de cosas del más allá. Musides, llorando, le prometió un sepulcro aún más hermoso que la tumba de Mausolo, pero Calos le pidió que no hablara más sobre glorias de mármol. Tan sólo un deseo se albergaba en el pensamiento del moribundo: que unas ramitas de ciertos olivos de la arboleda fueran depositadas enterradas en su sepultura... junto a su cabeza. Y una noche, sentado a solas en la oscuridad del olivar, Calos murió.
Hermoso más allá de cualquier descripción resultaba el sepulcro de mármol que el afligido Musides cinceló para su amigo bienamado. Nadie sino el mismo Calos hubiera podido obrar tales bajorrelieves, en donde se mostraban los esplendores del Eliseo. Tampoco descuidó Musides el enterrar junto a la cabeza de Calos las ramas de olivo de la arboleda.
Cuando los primeros dolores de la pena cedieron ante la resignación, Musides trabajó con diligencia en su figura de Tycho. Todo el honor le pertenecía ahora, ya que el tirano no quería sino su obra o la de Calos. Su esfuerzo dio cauce a sus emociones y trabajaba más duro cada día, privándose de los placeres que una vez degustaría. Mientras tanto, sus tardes transcurrían junto a la tumba de su amigo, donde un olivo joven había brotado cerca de la cabeza del yaciente. Tan rápido fue el crecimiento de este árbol, y tan extraña era su forma, que cuantos lo contemplaban prorrumpían en exclamaciones de sorpresa, y Musides parecía encontrarse a un tiempo fascinado y repelido por él.
A los tres años de la muerte de Calos, Musides envió un mensajero al tirano, y se comentó en el ágora de Tegea que la tremenda estatua estaba concluida. Para entonces, el árbol de la tumba había alcanzado asombrosas proporciones, sobrepasando al resto de los de su clase, y extendiendo una rama singularmente pesada sobre la estancia en la que Musides trabajaba. Mientras, muchos visitantes acudían a contemplar el árbol prodigioso, así como para admirar el arte del escultor, por lo que Musides casi nunca se hallaba a solas. Pero a él no le importaba esa multitud de invitados; antes bien, parecía temer el quedarse a solas ahora que su absorbente trabajo había tocado a su fin. El poco alentador viento de la montaña, suspirando a través del olivar y el árbol de la tumba, evocaba de forma extraña sonidos vagamente articulados.
El cielo estaba oscuro la tarde en que los emisarios del tirano llegaron a Tegea. De sobra era sabido que llegaban para hacerse cargo de la gran imagen de Tycho y para rendir honores imperecederos a Musides, por los que los próxenos les brindaron un recibimiento sumamente caluroso. Al caer la noche se desató una violenta ventolera sobre la cima del Menalo, y los hombres de la lejana Siracusa se alegraron de poder descansar a gusto en la ciudad. Hablaron acerca de su ilustrado tirano, y del esplendor de su ciudad, refocilándose en la gloria de la estatua que Musides había cincelado para él. Y entonces los hombres de Tegea hablaron acerca de la bondad de Musides, y de su hondo penar por su amigo, así como de que ni aun los inminentes laureles del arte podrían consolarlo de la ausencia del Calos, que podría haberlos ceñido en su lugar. También hablaron sobre el árbol que crecía en la tumba, junto a la cabeza de Calos. El viento aullaba aún más horriblemente, y tanto los siracusanos como los arcadios elevaron sus preces a Eolo.
A la luz del día, los próxenos guiaron a los mensajeros del tirano cuesta arriba hasta la casa del escultor, pero el viento nocturno había realizado extrañas hazañas. El griterío de los esclavos se alzaba en una escena de desolación, y en el olivar ya no se levantaban las resplandecientes columnatas de aquel amplio salón donde Musides soñara y trabajara. Solitarios y estremecidos penaban los patios humildes y las tapias, ya que sobre el suntuoso peristilo mayor se había desplomado la pesada rama que sobresalía del extraño árbol nuevo, reduciendo, de una forma curiosamente completa, aquel poema en mármol a un montón de ruinas espantosas. Extranjeros y tegeanos quedaron pasmados, contemplando la catástrofe causada por el grande, el siniestro árbol cuyo aspecto resultaba tan extrañamente humano y cuyas raíces alcanzaban de forma tan peculiar el esculpido sepulcro de Calos. Y su miedo y desmayo aumentó al buscar entre el derruido aposento, ya que del noble Musides y de su imagen de Tycho maravillosamente cincelada no pudo hallarse resto alguno. Entre aquellas formidables ruinas no moraba sino el caos, y los representantes de ambas ciudades se vieron decepcionados; los siracusanos porque no tuvieron estatua que llevar a casa; los tegeanos porque carecían de artista al que conceder los laureles. No obstante, los siracusanos obtuvieron una espléndida estatua en Atenas, y los tegeanos se consolaron erigiendo en el ágora un templo de mármol que conmemoraba los talentos, las virtudes y el amor fraternal de Musides.
Pero el olivar aún está ahí, así como el árbol que nace en la tumba de Calos, y el anciano abejero me contó que a veces las ramas susurran entre sí en las noches ventosas, diciéndose una y otra vez: «¡Oιδά! ¡Oιδά!»... ¡yo sé! ¡yo sé!

lunes, 23 de enero de 2012

El terrible anciano (1920), cuento de HP Lovecraft



Fue la idea de Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva hacer una visita al Terrible Anciano. El anciano vive a solas en una casa muy antigua de la Calle Walter, próxima al mar, y se le conoce por ser un hombre extraordinariamente rico a la vez que por tener una salud extremadamente delicada... lo cual constituye un atractivo señuelo para hombres de la profesión de los señores Ricci, Czanek y Silva, pues su profesión era nada menos digno que el latrocinio de lo ajeno.
Los vecinos de Kingsport dicen y piensan muchas cosas acerca del Terrible Anciano, cosas que, generalmente, lo protegen de las atenciones de caballeros como el señor Ricci y sus colegas, a pesar de la casi absoluta certidumbre de que oculta una fortuna de incierta magnitud en algún rincón de su enmohecida y venerable mansión. En verdad, es una persona muy extraña, que al parecer fue capitán de veleros de las Indias Orientales en su día. Es tan viejo que nadie recuerda cuándo fue joven, y tan taciturno que pocos saben su verdadero nombre. Entre los nudosos árboles del jardín delantero de su vieja y nada descuidada residencia conserva una extraña colección de grandes piedras, singularmente agrupadas y pintadas de forma que semejan los ídolos de algún lóbrego templo oriental. Semejante colección ahuyenta a la mayoría de los chiquillos que gustan burlarse de su barba y cabello, largos y canosos, o romper las ventanas de pequeño marco de su vivienda con diabólicos proyectiles. Pero hay otras cosas que atemorizan a las gentes mayores y de talante curioso que en ocasiones se acercan a hurtadillas hasta la casa para escudriñar el interior a través de las vidrieras cubiertas de polvo. Estas gentes dicen que sobre la mesa de una desnuda habitación del piso bajo hay muchas botellas raras, cada una de las cuales tiene en su interior un trocito de plomo suspendido de una cuerda, como si fuese un péndulo. Y dicen que el Terrible Anciano habla a las botellas, llamándolas por nombres tales como Jack, Cara Cortada, Tom el Largo, Joe el Español, Peters y Mate Ellis, y que siempre que habla a una botella el pendulito de plomo que lleva dentro emite unas vibraciones precisas a modo de respuesta. A quienes han visto al alto y enjuto Terrible Anciano en una de esas singulares conversaciones, no se les ocurre volver a verlo más. Pero Ángelo Ricci, Joe Czanek y Manuel Silva no eran naturales de Kingsport. Pertenecían a esa nueva y heterogénea estirpe extranjera que queda al margen del atractivo círculo de la vida y tradiciones de Nueva Inglaterra, y no vieron en el Terrible Anciano otra cosa que un viejo achacoso y prácticamente indefenso, que no podía andar sin la ayuda de su nudoso cayado, y cuyas escuálidas y endebles manos temblaban de modo harto lastimoso. A su manera, se compadecían mucho del solitario e impopular anciano, a quien todos rehuían y a quien no había perro que no ladrase con especial virulencia. Pero los negocios, y, para un ladrón entregado de lleno a su profesión, siempre es tentador y provocativo un anciano de salud enfermiza que no tiene cuenta abierta en el banco, y que para subvenir a sus escasas necesidades paga en la tienda del pueblo con oro y plata españoles acuñados dos siglos atrás.
Los señores Ricci, Czanek y Silva eligieron la noche del once de abril para efectuar su visita. El señor Ricci y el señor Silva se encargarían de hablar con el pobre y anciano caballero, mientras el señor Czanek se quedaba esperándolos a los dos y a su presumible cargamento metálico en un coche cubierto, en la Calle Ship, junto a la verja del alto muro posterior de la finca de su anfitrión. El deseo de eludir explicaciones innecesarias en caso de una aparición inesperada de la policía aceleró los planes para una huida sin apuros y sin alharacas.
Tal como lo habían proyectado, los tres aventureros se pusieron manos a la obra por separado con objeto de evitar cualquier malintencionada sospecha a posteriori. Los señores Ricci y Silva se encontraron en la Calle Walter junto a la puerta de entrada de la casa del anciano, y aunque no les gustó cómo se reflejaba la luna en las piedras pintadas que se veían por entre las ramas en flor de los retorcidos árboles, tenían cosas en qué pensar más importantes que dejar volar su imaginación con manidas supersticiones. Temían que fuese una tarea desagradable hacerle soltar la lengua al Terrible Anciano para averiguar el paradero de su oro y plata, pues los viejos lobos marinos son particularmente testarudos y perversos. En cualquier caso, se trataba de alguien muy anciano y endeble, y ellos eran dos personas que iban a visitarlo. Los señores Ricci y Silva eran expertos en el arte de volver volubles a los tercos, y los gritos de un débil y más que venerable anciano no son difíciles de sofocar. Así que se acercaron hasta la única ventana alumbrada y escucharon cómo el Terrible Anciano hablaba en tono infantil a sus botellas con péndulos. Se pusieron sendas máscaras y llamaron con delicadeza en la descolorida puerta de roble.
La espera le pareció muy larga al señor Czanek, que se agitaba inquieto en el coche aparcado junto a la verja posterior de la casa del Terrible Anciano, en la Calle Ship. Era una persona más impresionable de lo normal, y no le gustaron nada los espantosos gritos que había oído en la mansión momentos antes de la hora fijada para iniciar la operación. ¿No les había dicho a sus compañeros que trataran con el mayor cuidado al pobre y viejo lobo de mar? Presa de los nervios observaba la estrecha puerta de roble en el alto muro de piedra cubierto de hiedra. No cesaba de consultar el reloj, y se preguntaba por los motivos del retraso. ¿Habría muerto el anciano antes de revelar dónde se ocultaba el tesoro, y habría sido necesario proceder a un registro completo?
Al señor Czanek no le gustaba esperar tanto a oscuras en semejante lugar. Al poco, llegó hasta él el ruido de unas ligeras pisadas o golpes en el paseo que había dentro de la finca, oyó cómo alguien manoseaba desmañadamente, aunque con suavidad, en el herrumbroso pastillo, y vio cómo se abría la pesada puerta. Y al pálido resplandor del único y mortecino farol que alumbraba la calle aguzó la vista en un intento por comprobar qué habían sacado sus compañeros de aquella siniestra mansión que se vislumbraba tan cerca. Pero no vio lo que esperaba. Allí no estaban ni por asomo sus compañeros, sino el Terrible Anciano que se apoyaba con aire tranquilo en su nudoso cayado y sonreía malignamente. El señor Czanek no se había fijado hasta entonces en el color de los ojos de aquel hombre; ahora podía ver que era amarillos.
Las pequeñas cosas producen grandes conmociones en las ciudades provincianas. Tal es el motivo de que los vecinos de Kingsport hablasen a lo largo de toda aquella primavera y el verano siguiente de los tres cuerpos sin identificar, horriblemente mutilados -como si hubieran recibido múltiples cuchilladas- y horriblemente triturados -como si hubieran sido objeto de las pisadas de muchas botas despiadadas- que la marea arrojó a tierra. Y algunos hasta hablaron de cosas tan triviales como el coche abandonado que se encontró en la Calle Ship, o de ciertos gritos harto inhumanos, probablemente de un animal extraviado o de un pájaro inmigrante, escuchados durante la noche por los vecinos que no podían conciliar el sueño. Pero el Terrible Anciano no prestaba la menor atención a los chismes que corrían por el pacífico pueblo. Era reservado por naturaleza, y cuando se es anciano y se tiene una salud delicada la reserva es doblemente marcada. Además, un lobo marino tan anciano debe haber presenciado multitud de cosas mucho más emocionantes en los lejanos días de su ya casi olvidada juventud.

La transición de Juan Romero (1919), cuento de HP Lovecraft




No disfruto al hablar de los sucesos ocurridos en la mina Norton el 18 de octubre de 1894. Un sentimiento de obligación para con la ciencia es lo que me lleva a recordar esta época de mi vida, escenas y hechos cargados de un horror doblemente intenso por cuanto no puedo definirlo con claridad. Pero creo que antes de morir debo contar cuanto sé de la -llamémosla transición- de Juan Romero.
La posteridad no necesita saber ni mi nombre ni mi origen; de hecho, creo que es mejor omitirlos, ya que cuando un hombre emigra repentinamente a los Estados Unidos o a las colonias deja atrás el pasado. Además, lo que yo fuese una vez carece de la menor relevancia en el relato, excepto quizás la circunstancia de que durante mi servicio en la India me sentía más a gusto entre los maestros nativos de barbas blancas que entre mis compañeros oficiales. Había ahondado no poco en los extraños saberes orientales cuando sufrí las calamidades que me empujaron en busca de una nueva vida en el gran Oeste americano... una vida en la que me pareció mejor tomar otro nombre, el que ahora llevo, que es muy común y no significa nada.
Durante el verano y el otoño de 1894 viví en las áridas extensiones de las montañas Cactus, empleado como peón en la famosa mina Norton, cuyo descubrimiento por un viejo protector algunos años antes había convertido los contornos de una zona apenas poblada en un hirviente caldero de sórdida vida. Una caverna de oro, bajo un lago de montaña, había enriquecido a su venerable descubridor más allá de los sueños más disparatados, y ahora era el escenario de masivas operaciones de apertura de túneles por parte de la corporación que había terminado comprándola. Se habían descubierto más grutas y la producción de amarillo metal resultaba asombrosamente grande, por lo que un poderoso y heterogéneo ejército de mineros se afanaba día y noche en las numerosas galerías y oquedades pétreas. El superintendente, un tal señor Arthur, disertaba a menudo sobre la singularidad de las formaciones geológicas locales, especulando sobre la posible extensión de la red de cueva y estimando el futuro de la titánica empresa minera. Consideraba que aquellas cavidades auríferas eran el resultado de la acción del agua, y creía que pronto se franquearía la última de ellas.
Al poco de llegar yo y ser contratado, Juan Romero vino a la mina Norton. Uno más de la inagotable caterva de mexicanos sucios que llegaban del país vecino, llamó desde un principio la atención por sus facciones, que, aunque claramente del tipo piel roja, resultaban, sin embargo, destacables por su color claro y sus rasgos refinados, completamente diferentes de los vulgares «greasers» o piutes de la localidad. Es curioso que, aun diferenciándose de forma tan asombrosa de los indios hispanizados o los puros, Romero no daba impresión de poseer traza de sangre caucasiana. No era el conquistador castellano ni el pionero americano, sino el antiguo y noble azteca el que venía a la imaginación cuando el silencioso peón se levantaba al clarear, contemplando fascinado cómo el sol se alzaba sobre las colinas orientales y tender al tiempo sus brazos al orbe, como ejecutando algún rito cuya naturaleza ni él mismo llegaba a comprender. Pero, aparte de su rostro, Romero no daba ni un atisbo de nobleza. Sucio e ignorante, su lugar estaba junto a los otros cetrinos mexicanos, siendo procedente (según me contaron más tarde) de los más bajos estratos sociales de los contornos. Fue encontrado de niño en una tosca choza montañesa, el único superviviente de una epidemia que había diezmado la zona. Cerca de la choza, al pie de una fisura en la roca, bastante insólita, se hallaban dos esqueletos recién descarnados por los buitres; presumiblemente los restos de sus progenitores. Nadie recordaba sus identidades y pronto casi todos los olvidaron. Además, el derrumbamiento de la cabaña de adobe y el cierre de la fisura rocosa como consecuencia de una posterior avalancha había ayudado a difuminar aún más todo aquello en el recuerdo. Criado por el cuatrero mexicano que le prestara su apellido, Juan se diferenciaba poco de sus iguales.
El aprecio que Romero me mostraba tenía sin duda su origen en el extraño y antiguo anillo hindú que yo acostumbraba a lucir cuando no estaba trabajando. Prefiero no comentar ni su naturaleza ni cómo había llegado a mis manos. Era mi última ligazón con un capítulo de mi vida ya cerrado para siempre, y lo tenía en gran estima. Pronto descubrí que aquel mexicano de extraño aspecto estaba también interesado en él, observándolo con una expresión que ahuyentaba cualquier sospecha de mera codicia. Sus antiguos símbolos parecían avivar algún débil recuerdo en su mente, inculta pero despierta, aunque no podía haberlo visto antes. A las pocas semanas de su llegada, Romero era como mi fiel sirviente, a pesar de que yo mismo no era sino un vulgar minero. Nuestra conversación era por fuerza limitada. Él sabía unas pocas palabras de inglés, mientras que yo descubrí que mi español de Oxford a veces difería notablemente de la jerigonza del peón de Nueva España.
Los sucesos que estoy a punto de relatar no se vieron precedidos por grandes presagios. Aun cuando Romero me resultaba un personaje interesante, y aunque mi anillo le había afectado de manera tan peculiar, no creo que ninguno de nosotros tuviese atisbos de lo que ocurriría tras la gran explosión. Considerandos de orden geológico habían aconsejado una prolongación hacia abajo de la mina, partiendo de la parte más profunda del área subterránea, y, creyendo el superintendente que no encontraría sino roca sólida, se había colocado una prodigiosa carga de dinamita. Ni Romero ni yo estábamos conectados con tal trabajo, así que la primera noticia que tuvimos de los extraordinarios pormenores nos llegó por intermediación de otros. La carga, quizás más potente de lo esperado, pareció estremecer la montaña entera. Las ventanas de los barracones de la ladera saltaron en pedazos con la onda de choque, mientras que los mineros situados en pasadizos próximos se vieron derribados. El lago Joya, cercano al lugar del suceso, se encrespó como alborotado por la tempestad. Al investigar, se descubrió un nuevo abismo abierto sin fin bajo el lugar de la explosión; una sima tan monstruosa que ninguna sonda de mano alcanzaba a medirla, ni lámpara alguna a iluminarla.
Confundidos, los picadores tuvieron una conferencia con el superintendente, que mandó grandes tramos de cuerda al hoyo, ordenando que se empalmara y arriara sin tregua, hasta tocar fondo. No tardaron los empalidecidos trabajadores en informar al superintendente de su fracaso. Firme pero respetuosamente, le dieron cuenta de su negativa a volver al abismo o siquiera a trabajar de nuevo en la mina hasta que éste fuese cegado. Sin duda, estaban ante algo que rebasaba su experiencia, ya que, hasta donde a ellos les constaba, aquel vacío era infinito.
El superintendente no se lo reprochó. De hecho, reflexionó a fondo e hizo múltiples planes para el día siguiente. El turno de noche no acudió esa tarde al trabajo. A las dos de la mañana, un solitario coyote comenzó a aullar quejumbrosamente en la montaña. En algún lugar dentro de la prospección un perro ladró en respuesta; al coyote... o a lo que fuese. Una tormenta iba formándose sobre la sierra y nubes de extrañas formas corrían de forma horrible por el turbio camino de luz celeste que mostraba los intentos de una luna gibosa por brillar a través de multitud de capas de cirrostratos. La voz de Romero, procedente de la litera superior, me despertó; una voz tensa y excitada por culpa de una expectación indeterminada que yo no llegaba a entender.
-¡Madre de Dios!... el sonido... ese sonido... ¡oiga usted!... ¿lo oye usted?... ¡Señor, ESE SONIDO!
Escuché, preguntándome a qué sonido podría referirse. El coyote, el perro, la tormenta, todo eso era audible; esta última cobraba ahora fuerza mientras el viento aullaba más y más frenéticamente. Se veían relámpagos por las ventanas del barracón. Le pregunté al nervioso mexicano, enumerando los sonidos escuchados:
-¡El coyote?... ¿el perro?... ¿el viento?
Pero Romero no contestaba. Luego comenzó a murmurar espantado:
-El ritmo, señor... el ritmo de la tierra... ¡ESA VIBRACIÓN BAJO EL SUELO!
Y ahora yo también lo escuché; lo escuché y me estremecí sin saber por qué. Abajo, muy por debajo mío había un sonido -un ritmo, tal como dijera el peón- que, aunque sumamente débil, aún así se imponía al perro, al coyote y la tormenta que arreciaba. No tiene sentido tratar de describirlo... ya que es algo imposible de describir. Pudiera ser como el latido de las máquinas muy abajo en los grandes buques, tal como se siente desde cubierta, aunque no era tan maquinal, tan desprovisto de vida y consciencia. De todas sus características, fue su hondura lo que más me impresionó. A mi cabeza acudieron fragmentos de un pasaje de Joseph Glanvill que Poe ha citado con tremendo efecto...
«La amplitud, profundidad e insondable de Su creación, que tienen una hondura mayor que la del pozo de Demócrito.»
Repentinamente, Romero saltó de su litera, deteniéndose ante mí para mirar el extraño anillo en mi mano, que relucía extrañamente a cada relámpago, escrutando luego con intensidad en la dirección de la boca de la mina. Yo también me levanté, y no nos movimos durante un rato, aguzando el oído mientras el extraordinario ritmo parecía tomar más y más cualidad de vida. Entonces, sin aparente voluntad, comenzamos a ir hacia la puerta, cuyo batir en alas del temporal daba una confortante sugerencia de realidad terrena. El canto de las profundidades -de las que ahora parecía brotar el sonido aumentaba en volumen y definición, y nos sentimos irresistiblemente urgidos afuera, a la tormenta y la hueca negrura de la boca.
No nos cruzamos con criatura viviente alguna, ya que los hombres del turno de noche habían sido liberados del trabajo y ahora estaban sin duda en el poblado de Dry Gulch, propalando rumores siniestros en el oído de algún adormilado tabernero. Sin embargo, un pequeño cuadrado de luz amarilla, como un ojo guardián, resplandecía en la caseta del vigilante. Me pregunté de pasada cómo habría afectado el rítmico sonido a éste, pero Romero se apresuraba y yo le seguí sin detenerme.
Según entrábamos en el pozo, el sonido inferior se convirtió definitivamente en algo compuesto. Me resultaba horriblemente parecido a alguna especie de ceremonia oriental, con batir de tambores y cánticos de múltiples voces. Yo, como bien saben, estuve mucho tiempo en la India. Romero y yo, casi sin vacilar, atravesábamos túneles y bajábamos escalas, encaminados siempre hacia lo que nos atraía, aunque reluctantes y presos de un lastimero e indefenso temor. Una vez creí haberme vuelto loco... fue cuando, asombrado al notar que nuestro camino estaba iluminado sin el concurso de lámparas o velas, descubrí que el viejo anillo en mi dedo resplandecía con espectral radiación, derramando un pálido brillo a través del aire húmedo y pesado en el que estábamos sumidos.
Sin previo aviso, Romero, tras descolgarse por una de las muchas rústicas escalas, echó a correr dejándome solo. Alguna nota nueva y extraña en aquellos redobles y cánticos, perceptible sólo de forma muy ligera para mí, lo habían abocado a ello, y, lanzando un grito salvaje, se adentró totalmente a ciegas en las tinieblas de la caverna. Escuché sus gritos repetidos delante mío mientras trastabillaba con torpeza en los sitios nivelados y descendía enloquecido las desvencijadas escalas. Aterrado como me encontraba, aun guardaba el suficiente sentido como para notar que su habla, cuando resultaba articulada, no se parecía a nada que yo conociera. Polisílabos duros pero impresionantes habían suplantado a la acostumbrada mezcla de mal español y peor inglés, y de entre ellos sólo el «Huitzilopotchli», frecuentemente repetido, me resultaba al menos familiar. Más tarde ubiqué esa palabra entre los trabajos de un gran historiador... y me estremecí al establecer las asociaciones.
La culminación de esa noche espantosa fue compleja aunque algo breve, comenzando al alcanzar la última caverna del periplo. De la oscuridad que tenía inmediatamente delante brotó un último grito del mexicano, acompañado por un coro de sonidos tan terribles que no podría oírlos de nuevo y sobrevivir. En ese instante pareció como si todos los terrores y las monstruosidades ocultas de la tierra se hubieran vuelto tangibles en un esfuerzo por aplastar a la humanidad. Simultáneamente se apagó la luz de mi anillo y distinguí el resplandor de una nueva luz que procedía de algún espacio inferior, aunque sólo se hallaba a unos metros delante. Había llegado al abismo, que ahora resplandecía rojizo, y que, evidentemente, había devorado al infortunado Romero.
Avanzando, me asomé al borde de esa sima que ninguna sonda alcanzaba a medir y que ahora era un pandemónium de llamas que saltaban con pavoroso rugir. Al principio no distinguí sino un turbulento hervidero de luminosidad; pero luego algunas sombras, todas infinitamente lejanas, comenzaron a perfilarse entre la confusión y vi.... ¿era eso Juan Romero?... ¡pero, por Dios! ¡no me atrevo a decir lo que vi!.. algún poder celestial, viniendo en mi ayuda, ocultó imágenes y sonidos en una especie de choque como el que debe escucharse cuando dos universos colisionan en el espacio. Se desató el caos y me fue concedida la paz de la inconsciencia.
Apenas sé cómo proseguir, ya que hay involucradas unas condiciones tan singulares; pero debo llegar al final sin intentar discernir qué fue real y qué ilusión. Al despertar, estaba sano y salvo en mi barraca, y el resplandor rojo del alba se divisaba desde la ventana. Algo más allá yacía, sobre una mesa, el cuerpo sin vida de Juan Romero, rodeado por un grupo de hombres entre los que se contaba el médico del campamento. Hablaban de la extraña muerte que había sobrevenido al mexicano durante el sueño; una muerte al parecer conectada de alguna forma con el terrible rayo que había alcanzado y estremecido a la montaña. No había causa visible de la muerte, y una autopsia no pudo encontrar una razón por la que Romero no pudiera estar vivo. Por retazos de conversación, supe sin ninguna duda que ni Romero ni yo habíamos abandonado el barracón en toda la noche, y que nadie se había despertado al paso de la espantosa tormenta sobre la sierra Cactus. Esa tormenta, dijeron los hombres que se habían aventurado hasta el pozo de la mina, había causado grandes derrumbes, cegando completamente el profundo abismo que tanta aprensión despertara el día antes. Al preguntar al vigilante sobre qué sonidos habían precedido al poderoso trueno, mencionó a un coyote, un perro y el gruñón viento de la montaña... nada más. No tengo motivos para dudar de su palabra.
Al reanudar el trabajo, el superintendente Arthur llamó a algunos hombres de toda confianza para hacer algunas investigaciones en el lugar donde surgiera el abismo. Obedecieron, aunque sin gran entusiasmo, y se hizo un profundo sondeo. Los resultados fueron muy curiosos. El techo del abismo, tal como se comprobó cuando éste se abrió, no era grueso en modo alguno; pero ahora los taladros de los investigadores se toparon con lo que parecía ser una ilimitada extensión de roca sólida. No encontrando nada más, ni siquiera oro, el superintendente abandonó esos tanteos, aunque una mirada de perplejidad asomaba a veces en su expresión cuando se encontraba meditando, sentado a su mesa.
Hay otra cosa curiosa. Al poco de despertar la mañana siguiente a la tormenta, descubrí la inexplicable falta del anillo hindú en mi dedo. Lo tenía en gran estima, aunque, sin embargo, experimenté cierta sensación de alivio ante su desaparición. Si uno de mis compañeros me lo robó, anduvo lo bastante listo en librarse del botín, ya que a pesar de los reclamos y de una búsqueda policial, el anillo no volvió a ser visto jamás. De todas formas, dudo que fuera robado por manos mortales, ya que me enseñaron muchas cosas extrañas en la India.
Mi opinión sobre todo esto varía de cuando en cuando. A pleno día y en casi todas las estaciones me siento inclinado a creer que casi todo fue un simple sueño; pero a veces en otoño, sobre las dos de la madrugada, cuando los vientos y los animales aúllan quejumbrosamente, me llega de una inconcebible hondura un condenado atisbo de rítmico batir... y siento que la transición de Juan Romero fue, de hecho, algo terrible.

La maldición que cayó sobre Sarnath (1919), cuento de HP Lovecraft



Existe en la tierra de Mnar un lago vasto de aguas tranquilas al que ningún río alimenta y del cual tampoco fluye río alguno. En sus orillas se alzaba, hace diez mil años, la poderosa ciudad de Sarnath, mas hoy ya no existe allí ciudad alguna.
Se dice que, en un tiempo inmemorial, cuando el mundo era joven y ni aun los hombres de Sarnath habían llegado a la tierra de Mnar, a la orilla de aquel lago se alzaba otra ciudad: la ciudad de Ib, construida en piedra gris, que era tan antigua como el propio lago y estaba habitada por seres que no resultaba agradable contemplar. Muy extraños y deformes eran tales seres, cual corresponde en verdad a seres pertenecientes a un mundo apenas esbozado, aún sólo toscamente empezado a modelar. En los cilindros de arcilla de Kadatheron está escrito que los habitantes de Ib eran, por su color, tan verdes como el lago y las nieblas que de él se elevan; que poseían abultados ojos y labios gruesos y blandos y extrañas orejas y que carecían de voz. También está escrito que procedían de la luna, de la que habían descendido una noche a bordo de una gran niebla, junto con el lago vasto de aguas tranquilas y la propia ciudad de Ib, construida en piedra gris. Cierto es, en todo caso, que adoraban un ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático, ante el cual celebraban danzas horribles cuando la luna gibosa mostraba su doble cuerno. Y escrito está en el papiro de Ilarnek que un día descubrieron el fuego y que desde aquel día encendieron hogueras para mayor esplendor de sus ceremoniales. Pero no hay mucho más escrito sobre estos seres, pues pertenecieron a épocas muy remotas y el hombre es joven y apenas conoce nada de quienes vivieron en los tiempos primigenios.
Al cabo de muchos milenios, de eras incontables, llegaron los hombres a la tierra de Mnar. Eran pueblos pastores, de tez oscura, que llegaron con sus ganados y construyeron Thraa, Ilarnek y Kadatheron en las riberas del tortuoso río Ai. Y ciertas tribus, más osadas que las otras, llegaron hasta las orillas del lago y construyeron Sarnath en un lugar donde la tierra estaba preñada de metales preciosos. No lejos de Ib, la ciudad gris, colocaron estas tribus nómadas las primeras piedras de Sarnath, y grande fue su asombro a la vista de los extraños habitantes de Ib. Mas a su asombro se mezclaba el odio, pues, a su juicio, no era deseable que seres de aspecto semejante convivieran, sobre todo al anochecer, con el mundo de los hombres. Tampoco les agradaron las extrañas figuras esculpidas en los grises monolitos de Ib, pues nadie podía explicar cómo habían pervivido tales esculturas hasta la aparición del hombre, a no ser porque la tierra de Mnar era como un remanso de paz y se hallaba muy a trasmano de las demás tierras, tanto de las tierras reales como del país de los sueños.
A medida que los hombres de Sarnath iban conociendo mejor a los seres de Ib, su odio iba en aumento, y a ello no dejó de contribuir el descubrimiento de que estos seres eran débiles, y blandos sus cuerpos al contacto con piedras o flechas. Así, pues, un día, los jóvenes guerreros, los honderos y los lanceros y los arqueros marcharon sobre Ib y mataron a todos sus habitantes, arrojando sus extraños cuerpos al lago con ayuda de largas lanzas, ya que prefirieron no tocarlos. Y como tampoco les agradaban los grises monolitos esculpidos de Ib, también los arrojaron al lago, aunque no sin antes maravillarse del inmenso trabajo que habría debido costar el acarreo de las piedras con que estaban construidos, ya que éstas sin duda procedían de regiones remotas, pues en la tierra de Mnar y en países adyacentes no existía piedra alguna que se pareciese a ella.
Así, pues, nada quedó de la antiquísima ciudad de Ib, excepto el ídolo, tallado en piedra verdemar, que representaba a Bokrug, el saurio acuático, el cual fue llevado a Sarnath por los jóvenes guerreros, como símbolo de su victoria sobre los arcaicos dioses y habitantes de Ib y como señal también de hegemonía sobre toda le tierra de Mnar. Mas en la noche que siguió al día en que había sido instalado en el templo, algo terrible debió suceder, pues sobre el lago se vieron luces fantásticas y, por la mañana, notaron las gentes que el ídolo no estaba en el templo y que el sumo sacerdote Taran-Ish yacía muerto, como fulminado por un terror indecible, y, antes de morir, Taran-Ish había trazado con mano insegura, sobre el altar de crisolita, el signo de MALDICION. Después de Taran-Ish se sucedieron en Sarnath muchos sumos sacerdotes, mas nunca volvió a encontrarse el ídolo de piedra. Y pasaron muchos siglos, en el curso de los cuales Sarnath se convirtió en una ciudad extraordinariamente próspera, hasta el punto de que, excepto los sacerdotes y las viejas, todos olvidaron el signo que Taran-Ish había trazado en el altar de crisolita. Entre Sarnath y la ciudad de Ilarnek se creó una ruta de caravanas, y los metales preciosos de la tierra fueron canjeados por otros metales y por exquisitas vestiduras y por joyas y por libros y por herramientas para los orfebres y por todos los lujosos artificios de los pueblos que habitaban en las riberas del tortuoso río Ai y aun más allá. Y así creció Sarnath, poderosa y sabia y bella, y envió ejércitos invasores que sojuzgaron las ciudades vecinas; y, por fin, en el trono de Sarnath se sentaron reyes que gobernaban toda la tierra de Mnar y muchos países adyacentes.
Maravilla del mundo y orgullo de la humanidad era Sarnath la magnífica. Sus murallas eran de mármol pulido de las canteras del desierto y su altura era de trescientos codos y su anchura de setenta y cinco, de tal modo que, por el camino de ronda, podían pasar dos carretas a la vez. Su longitud era de quinientos estadios y rodeaban la ciudad excepto por la parte del lago, donde había un dique de piedra gris contra el que se estrellaban las extrañas olas que se alzaban una vez al año, durante la ceremonia que conmemoraba la destrucción de Ib. Tenía Sarnath cincuenta calles, que iban del lago a las puertas de las caravanas, y otras cincuenta más que iban en dirección perpendicular a aquéllas. De ónice estaban pavimentadas todas, excepto las que eran vía de paso para caballos, camellos y elefantes, estando éstas empedradas con losas de granito. Y las puertas de Sarnath eran tantas como calles llegaban a sus murallas, y todas eran de bronce y estaban flanqueadas por estatuas de leones y elefantes esculpidos en una piedra que hoy desconocen ya los hombres. Las casas de Sarnath eran de ladrillo vidriado y de calcedonia y todas tenían un jardín amurallado y un estanque cristalino. Con extraño arte estaban construidas, pues ninguna otra ciudad tenía casas como las suyas; y los viajeros que llegaban de Thraa y de Ilarnek y de Kadatheron se maravillaban al contemplar las cúpulas resplandecientes que las coronaban. Pero aún más maravillosos eran los palacios y los templos y los jardines construidos por Zokkar, rey de tiempos remotos. Había muchos palacios, el último de los cuales era más grande que cualquiera de los de Thraa, Ilarnek o Kadatheron. Tan altos eran sus techos que, a veces, los visitantes imaginaban hallarse bajo la bóveda del mismo cielo; sin embargo, cuando encendían sus lámparas alimentadas con aceites de Dother, las paredes mostraban vastas pinturas que representaban reyes y ejércitos de tal esplendor que quien las contemplaba sentía asombro y pavor a la vez. Muchos eran los pilares de los palacios, todos de mármol veteado y cubiertos de bajorrelieves de insuperable belleza. Y en la mayor parte de los palacios, los suelos eran mosaicos de berilio y lapislázuli y sardónice y carbunclo y otros materiales preciosos, dispuestos con tanto arte que el visitante a veces creía caminar sobre macizos de las flores más raras. Y había asimismo fuentes que arrojaban agua perfumada en surtidores instalados con sorprendente habilidad. Mas superior a todos los demás era el palacio de los Reyes de Mnar y países adyacentes. El trono descansaba sobre dos leones de oro macizo y estaba situado tan alto que, para llegar a él, era preciso subir una escalinata de muchos peldaños. Y el trono estaba tallado en una sola pieza de marfil y ya no vive hombre que sepa explicar de dónde procedía pieza de tal tamaño. En aquel palacio había también muchas galerías y muchos anfiteatros donde leones, hombres y elefantes combatían para solaz de los reyes. A veces, los anfiteatros eran inundados con aguas traídas del lago mediante poderosos acueductos y entonces se celebraban allí justas acuáticas o combates entre nadadores y mortíferas bestias del mar. Altivos y asombrosos eran los diecisiete templos de Sarnath, construidos en forma de torre con piedras brillantes y policromas desconocidas en otras regiones. Mil codos de altura medía el mayor de todos, donde residía el sumo sacerdote, rodeado de un boato apenas superado por el del propio rey. En la planta baja había salas tan vastas y espléndidas como las de los palacios; en ellas se agolpaban las multitudes que venían a adorar a Zo-Kalar y a Tamash y a Lobon, dioses principales de Sarnath, cuyos altares, envueltos en nubes de incienso, eran como tronos de monarcas. Las imágenes de Zo-Kalar, de Tamash y de Lobon tampoco eran como las de otros dioses, pues tal era su apariencia de vida que cualquiera habría jurado que eran los propios dioses augustos, de rostros barbados, quienes se sentaban en los tronos de marfil. Y por interminables escaleras de circonio se llegaba a la más alta cámara de la torre más alta, desde la cual los sacerdotes contemplaban, de día, la ciudad y las llanuras y el lago que se extendía a sus pies y, de noche, la luna críptica y los planetas y estrellas, llenos de significado, y sus reflejos en el lago. Allí se celebraba un rito, arcaico y muy secreto, en execración de Bokrug, el saurio acuático, y allí se conservaba el altar de crisolita con el signo de Maldición trazado por Taran-Ish.
Maravillosos asimismo eran los jardines plantados por Zokkar, rey de tiempos remotos. Se hallaban situados en el centro de Sarnath, ocupando gran extensión de terreno, y estaban rodeados por una elevada muralla. Se hallaban protegidos por una inmensa cúpula de cristal, a través de la cual brillaban el sol, la luna y los planetas cuando el tiempo era claro, y de la cual pendían imágenes refulgentes del sol, de la luna, de las estrellas y de los planetas cuando el tiempo no era claro. En verano, los jardines eran refrigerados mediante una fresca brisa perfumada producida por grandes aspas ingeniosamente concebidas, y en invierno eran caldeados mediante fuegos ocultos, de tal modo que en aquellos jardines siempre era primavera. Entre prados verdes y macizos multicolores corrían numerosos riachuelos de lecho pedregoso y brillante, cruzados por muchos puentes. Muchas eran también las cascadas que interrumpían su plácido curso y muchos los estanques, rodeados de lirios, en que sus aguas se remansaban. Sobre la superficie de arroyos y remansos se deslizaban blancos cisnes, mientras pájaros raros cantaban en armonía con la música del agua. Sus verdes orillas se elevaban formando terrazas geométricas, adornadas aquí y allá con rotondas y emparrados florecidos, con bancos y sitiales de pórfido y mármol. Y también había profusión de templetes y santuarios donde reposar o donde rezar, mas sólo a los dioses menores. Todos los años se celebraba en Sarnath una fiesta que conmemoraba la destrucción de Ib, durante la cual abundaban vino, canciones, danzas y juegos de todas clases. Se rendían también honores a las sombras de los que habían aniquilado a los extraños seres primordiales, y el recuerdo de tales seres y de sus dioses arcaicos se convertía en objeto de mofa por parte de danzantes y vihuelistas coronados con rosas de los jardines de Zokkar. Y los reyes contemplaban las aguas del lago y maldecían los huesos de los muertos que yacían bajo su superficie.
Grandiosa, más allá de todo cuanto pueda imaginarse, fue la fiesta con que se celebró el milenario de la destrucción de Ib. Más de un decenio llevaba hablándose de ella en la tierra de Mnar y, cuando se aproximó la fecha, llegaron a Sarnath, a lomos de caballos, camellos y elefantes, los hombres de Thraa, de Ilarnek, de Kadatheron y de todas las ciudades de Mnar y de los países que se extendían más allá de sus fronteras. Cuando llegó la noche señalada, ante las murallas de mármol se alzaban ricos pabellones de príncipes y sencillas tiendas de viajeros. En el salón de banquetes, Nargis-Hei, el monarca, se embriagaba, reclinado, con vinos antiguos procedentes del saqueo de las bodegas de Pnoth, y a su alrededor comían y bebían los nobles y se afanaban los esclavos. En aquel banquete se habían consumido manjares raros y delicados: pavos reales de las lejanas colinas de Implan, talones de camello del desierto de Bnaz, nueces y especias de Sydathria y perlas de Mtal disueltas en vinagre de Thraa. De salsas hubo número incontable, preparadas por los más sutiles cocineros de todo Mnar y gratas al paladar de los invitados más exigentes. Mas, de todas las viandas, eran las más preciadas los grandes peces del lago, de gran tamaño todos, que se servían en bandejas de oro incrustadas con rubíes y diamantes.
Mientras en el palacio, el rey y los nobles celebraban el banquete y contemplaban con impaciencia la vianda principal, que aún les aguardaba, aunque servida ya en las bandejas de oro, otros comían y festejaban en el exterior. En la torre del gran templo, los sacerdotes celebraban la fiesta con algazara y, en los pabellones plantados fuera del recinto amurallado de la ciudad, reían y cantaban los príncipes de las tierras vecinas. Y fue el sumo sacerdote Gnai-Kah el primero en observar las sombras que descendían al lago desde el doble cuerno de la luna gibosa y las infames nieblas verdes que a su encuentro se alzaban del lago, envolviendo en brumas siniestras torres y cúpulas de Sarnath, cuyo destino ya había sido señalado. Luego, los que se hallaban en las torres y fuera del recinto amurallado contemplaron extrañas luces en las aguas y vieron que Akurión, la gran roca gris que se alzaba en la orilla a gran altura sobre ellas, se hallaba ahora casi sumergida. Y el miedo cundió, rápido aunque vago, de tal modo que los príncipes de Ilarnek y de la lejana Rokol desmontaron y plegaron sus pabellones y partieron veloces, aunque apenas sin saber por qué.
Luego, próxima ya la medianoche, se abrieron de golpe todas las puertas de bronce de Sarnath y por ellas salió una multitud enloquecida que se extendió, como una ola negra, por la llanura, de tal modo que todos los visitantes, príncipes o viajeros, huyeron empavorecidos. Pues en los rostros de esta multitud se leía la locura nacida de un horror insoportable, y sus lenguas articulaban palabras tan atroces que ninguno de los que las escucharon se detuvo a comprobar sin eran verdad. Algunos hombres de mirada alucinada por el pánico gritaban a los cuatro vientos lo que habían visto a través de los ventanales del salón de banquetes del rey, donde, según decían, ya no se hallaban Nargis-Hei ni sus nobles ni sus esclavos, sino una horda de indescriptibles criaturas verdes, de ojos protuberantes, labios fláccidos y extrañas orejas y carentes de voz; y estos seres danzaban con horribles contorsiones, portando en sus zarpas bandejas de oro y pedrería de las que se elevaban llamas de un fuego desconocido. Y en su huida de la ciudad maldita de Sarnath a tomos de caballos, camellos y elefantes, los príncipes y los viajeros volvieron la mirada hacia atrás y vieron que el lago continuaba engendrando nieblas y que Akurión, la gran roca gris, estaba casi sumergida. A través de toda la tierra de Mnar y países adyacentes se extendieron los relatos de los que habían logrado huir de Sarnath y las caravanas nunca más volvieron a poner rumbo a la ciudad maldita ni codiciaron ya sus metales preciosos. Mucho tiempo transcurrió antes de que viajero alguno se encaminase a ella, y aún entonces sólo se atrevieron a ir los jóvenes valerosos y aventureros, de cabellos rubios y ojos azules, que ningún parentesco tenían con los pueblos de Mnar. Cierto que estos hombres llegaron al lago impulsados por el deseo de contemplar Sarnath, mas, aunque vieron el lago vasto de aguas tranquilas y la gran roca Akurión, que se elevaba en la orilla a gran altura sobre ellas, no les fue dado contemplar la maravilla del mundo y orgullo de la humanidad. Donde antaño se habían levantado murallas de trescientos codos y torres aún más altas ahora tan sólo se extendían riberas pantanosas y donde antaño habían vivido cincuenta millones de hombres ahora tan sólo se arrastraba el abominable reptil de agua. No quedaban ni aun las minas de metales preciosos. La MALDICION había caído sobre Sarnath.
Mas, semienterrado entre los juncos, percibieron un curioso ídolo de piedra verdemar, un ídolo antiquísimo que representaba a Bokrug, el gran saurio acuático. Este ídolo, transportado más adelante al gran templo de Ilarnek, fue adorado en toda la tierra de Mnar siempre que el doble cuerno de la luna gibosa se alzaba en el cielo.

La declaración de Randolph Carter (1919), cuento de HP Lovecraft




Les repito, caballeros, que su encuesta es inútil. Enciérrenme para siempre, si quieren; ejecútenme, si necesitan una víctima para propiciar la ilusión que ustedes llaman justicia; pero yo no puedo decir más de lo que ya he dicho. Todo lo que puedo recordar se lo he contado a ustedes con absoluta sinceridad. No he ocultado ni desfigurado nada, y si algo continúa siendo vago, se debe únicamente a la oscura nube que ha invadido mi cerebro... A esa nube, y a la confusa naturaleza de los horrores que cayeron sobre mí.
Vuelvo a decir que ignoro lo que ha sido de Harley Warren, aunque creo —casi espero— que ha encontrado la paz y el olvido definitivos, si es que existen en alguna parte. Es cierto que durante cinco años he sido su amigo más íntimo, y que compartí parcialmente sus terribles investigaciones en lo desconocido. No niego, aunque mi memoria no es todo lo precisa que sería de desear, que ese testigo suyo puede habernos visto juntos como él dice en el camino de Gainsville, andando hacia Big Cypress Swamp, a las once y media de aquella horrible noche. Y no tengo inconveniente en añadir que llevábamos linternas eléctricas, azadas y un rollo de alambre con diversos instrumentos; ya que esos objetos representaron un papel en la única escena que ha quedado grabada de un modo indeleble en mi trastornada memoria. Pero de lo que siguió, y del motivo de que me encontraran solo y aturdido a orillas del pantano a la mañana siguiente, insisto en que sólo sé lo que les he contado una y otra vez. Dicen ustedes que no hay nada en el pantano o cerca de él que pudiera constituir el marco de aquel espantoso episodio. Repito que no sé nada, aparte de lo que vi. Pudo ser una alucinación o una pesadilla —y espero fervientemente que lo fueran—, pero eso es todo lo que recuerdo de lo ocurrido en aquellas terribles horas, después de que nos alejamos de la vista de los hombres. Y el motivo de que Harley Warren no haya regresado sólo pueden explicarlo él, o su espectro... o algo desconocido que no puedo describir.
Como he dicho antes, las fantásticas investigaciones de Harley Warren no me eran desconocidas, y hasta cierto punto las compartía. De su gran colección de libros raros y extraños sobre temas prohibidos he leído todos los que están escritos en los idiomas que domino; muy pocos, comparados con los escritos en idiomas que no entiendo. La mayoría, creo, son obras en lengua arábiga; y el libro inspirado por el espíritu del mal —el libro que Warren se llevó en su bolsillo al otro mundo— que provocó los acontecimientos, estaba escrito en unos caracteres que nunca había visto. Warren no quiso decirme nunca lo que contenía aquel libro. En cuanto a la naturaleza de nuestras investigaciones..., ¿tengo que repetir que no gozo ya de una plena comprensión? Y encuentro misericordioso que sea así, ya que eran unas investigaciones terribles, que yo compartía más por renuente fascinación que por verdadera inclinación. Warren siempre me había dominado, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí ante la expresión de su rostro la noche anterior al espantoso acontecimiento, mientras hablaba ininterrumpidamente de su teoría, de que ciertos cadáveres no se corrompen nunca sino que permanecen enteros en sus tumbas durante un millar de años. Pero ahora no le temo, ya que sospecho que ha conocido horrores más allá de mis posibilidades de comprensión. Ahora temo por él. Repito que no tenía la menor idea de nuestro objetivo de aquella noche. Desde luego, tenía mucho que ver con el libro que Warren llevaba —aquel libro antiguo en caracteres indescifrables que le había llegado de la India un mes antes—, pero juro que ignoraba lo que esperábamos descubrir. Su testigo dice que nos vio a las once y media en el camino de Gainsville, en dirección al pantano de Big Cypress. Probablemente es cierto, aunque yo no lo recuerdo claramente. En mi cerebro sólo quedó grabada una escena, y debió producirse mucho después de medianoche, ya que una pálida luna en cuarto menguante estaba muy alta en el cielo, velada por gasas semitransparentes. El lugar era un antiguo cementerio; tan antiguo, que temblé ante las múltiples evidencias de años inmemoriales. Se encontraba en una profunda y húmeda hondonada, cubierta de musgo y de maleza, y llena de un vago hedor que mi fantasía asoció absurdamente con piedras en descomposición. Por todas partes veíanse señales de descuido y decrepitud, y parecía acosarme la idea de que Warren y yo éramos los primeros seres vivientes que invadíamos un silencio letal de siglos. Por encima del borde de la hondonada la luna menguante atisbaba a través de los fétidos vapores que parecían brotar de ignotas catacumbas, y a sus débiles y oscilantes rayos pude distinguir una repulsiva formación de antiquísimos mausoleos, panteones y tumbas; todos en estado ruinoso, cubiertos de musgo y con manchas de humedad, y parcialmente ocultos por una lujuriante vegetación.
Mi primera impresión vívida de mi propia presencia en aquella terrible necrópolis se refiere al acto de detenerme con Warren ante una determinada tumba y de desprendernos de la carga que al parecer habíamos llevado. Observé entonces que yo había traído una linterna eléctrica y dos azadas, en tanto que mi compañero había cargado con una linterna similar y una instalación telefónica portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que ambos parecíamos conocer el lugar y la tarea que nos estaba encomendada; y sin demora empuñamos las azadas y empezamos a limpiar de hierba y de maleza la arcaica sepultura. Después de dejar al descubierto toda la superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para contemplar el fúnebre escenario; y Warren pareció efectuar unos cálculos mentales. Luego se acercó de nuevo al sepulcro y, utilizando su azada como una palanca, trató de levantar la losa más próxima a unas piedras ruinosas que en su día pudieron haber sido un monumento funerario. No lo consiguió, y me hizo una seña para que acudiera en su ayuda. Finalmente, nuestros esfuerzos combinados aflojaron la losa, la cual levantamos y apartamos a un lado.
Quedó al descubierto una negra abertura, por la que brotó un efluvio de gases miasmáticos tan nauseabundos que Warren y yo retrocedimos precipitadamente. Sin embargo, al cabo de unos instantes nos acercamos de nuevo a la fosa y encontramos las emanaciones menos insoportables. Nuestras linternas iluminaron un tramo de peldaños de piedra empapados en algún detestable licor de la entraña de la tierra, y bordeados de húmedas paredes con costras de salitre. Entonces, por primera vez que yo recuerde durante aquella noche, Warren me habló con su meliflua voz de tenor; una voz singularmente inalterada por nuestro pavoroso entorno.
—Lamento tener que pedirte que te quedes en la superficie —dijo—, pero sería un crimen permitir que alguien con unos nervios tan frágiles como los tuyos bajara ahí. No puedes imaginar, ni siquiera por lo que has leído y por lo que yo te he contado, las cosas que tendré que ver y hacer. Es una tarea infernal, Carter, y dudo que cualquier hombre que no tenga una sensibilidad revestida de acero pudiera llevarla a cabo y regresar vivo y cuerdo. No quiero ofenderte y el cielo sabe lo mucho que me alegraría llevarte conmigo; pero la responsabilidad es mía, y no puedo arrastrar a un manojo de nervios como tú a una muerte o una locura probables. Te repito que no puedes imaginar siquiera de qué se trata... Pero te prometo mantenerte informado por teléfono de cada uno de mis movimientos. Como puedes ver, he traído alambre suficiente para llegar al centro de la tierra y regresar.
Todavía puedo oír, en mi recuerdo, aquellas palabras pronunciadas fríamente; y puedo recordar también mis protestas. Parecía desesperadamente ansioso por acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mostró inflexible. En un momento determinado amenazó con abandonar la expedición si no me daba por vencido; una amenaza eficaz, dado que sólo él tenía la clave del asunto. Tras haber obtenido mi asentimiento, dado de muy mala gana, Warren cogió el rollo de alambre y ajustó los instrumentos. Finalmente, me entregó uno de los auriculares, estrechó mi mano, se cargó al hombro el rollo de alambre y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Fui a sentarme sobre una vieja y descolorida lápida, cerca de la negra abertura que se había tragado a mi amigo. Durante un par de minutos pude ver el resplandor de su linterna y oír el crujido del alambre mientras lo desenrollaba detrás de él; pero el resplandor desapareció bruscamente, como tapado por una revuelta de la escalera, y el sonido se apagó con la misma rapidez. Yo estaba solo, pero unido a las desconocidas profundidades por aquel mágico alambre cuyo verde revestimiento aislante brillaba bajo los pálidos rayos de la luna menguante.
Consultaba continuamente mi reloj a la luz de mi linterna, y estaba pendiente del auricular con febril ansiedad; pero durante más de un cuarto de hora no oí absolutamente nada. Luego percibí un leve chasquido, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de mis aprensiones, no estaba preparado para las palabras que me llegaron desde aquella pavorosa bóveda, con un acento de alarma que resultaba mucho más estremecedor por cuanto que procedía del imperturbable Harley Warren. Él, que se había separado de mí con tanta tranquilidad momentos antes, llamaba ahora desde abajo con un tembloroso susurro más impresionante que el más desaforado de los gritos:
—¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que estoy viendo!
No pude contestar. Me había quedado sin voz, y sólo pude esperar. Warren habló de nuevo:
—¡Carter, es terrible... monstruoso... increíble!
            Esta vez la voz no me falló, y vertí en el micrófono un chorro de excitadas preguntas. Aterrado, repetía sin cesar:
—Warren, ¿qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca de temor, ahora visiblemente teñida de desesperación:
—¡No puedo decírtelo, Carter! ¡Es demasiado monstruoso! No me atrevo a decírtelo... ningún hombre podría saberlo y continuar viviendo... ¡Dios mío! ¡Nunca había soñado en nada semejante!
Silencio de nuevo, interrumpido solamente por mis ocasionales y ahora estremecidas preguntas. Luego, la voz de Warren con un trémulo de desesperada consternación:
—¡Carter! ¡Por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate si puedes! ¡Aprisa! ¡Déjalo todo y márchate... es tu única oportunidad! ¡Haz lo que te digo y no me pidas explicaciones!
Le oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. A mi alrededor había tumbas, oscuridad y sombras; debajo de mí, alguna amenaza más allá del alcance de la imaginación humana. Pero mi amigo estaba expuesto a un peligro mucho mayor que el mío, y a través de mi propio terror experimenté un vago resentimiento al pensar que me creía capaz de abandonarle en semejantes circunstancias. Se oyeron más chasquidos, y tras una breve pausa un lamentable grito de Warren:
—¡Dale esquinazo! ¡Por el amor de Dios, coloca de nuevo la losa y dale esquinazo, Carter!—. La jerga infantil de mi compañero, reveladora de que se encontraba bajo la influencia de una profunda emoción, actuó sobre mí como un poderoso revulsivo.
Formé y grité una decisión:
—¡Warren, resiste! ¡Voy a bajar!
Pero, ante aquel ofrecimiento, el tono de mi amigo se convirtió en un alarido de absoluta desesperación:
—¡No! ¡No pueden comprenderlo! Es demasiado tarde... y la culpa ha sido mía. Coloca de nuevo la losa y corre... es lo único que puedes hacer ahora por mí.
El tono cambió de nuevo, esta vez adquiriendo una mayor suavidad, como de resignación sin esperanza. Sin embargo, seguía siendo tenso debido a la ansiedad que Warren experimentaba por mi suerte.
—¡Date prisa! ¡Corre, antes de que sea demasiado tarde!
No traté de contradecirle; intenté sobreponerme a la extraña parálisis que se había apoderado de mí y cumplir mi promesa de acudir en su ayuda. Pero su siguiente susurro me sorprendió todavía inerte en las cadenas de un indescriptible horror.
—¡Carter, apresúrate! Todo es inútil... tienes que huir... es mejor uno que dos... la losa... Una pausa, más chasquidos, luego la débil voz de Warren:
—Todo va a terminar... no lo hagas más difícil... cubre esos malditos peldaños y ponte a salvo... no pierdas más tiempo... hasta nunca, Carter... no volveremos a vernos.
El susurro de Warren se hinchó hasta convertirse en un grito; un grito que paulatinamente se hinchó a su vez y se hizo un alarido que contenía todo el horror de los siglos...
—¡Malditos sean los seres infernales! ¡Hay legiones de ellos! ¡Dios mío! ¡Huye! ¡Huye! ¡HUYE!
Después, silencio. Ignoro durante cuantos interminables eones permanecí sentado, estupefacto; susurrando, murmurando, llamando, gritándole a aquel teléfono. Una y otra vez a través de aquellos eones susurré, murmuré, llamé y grité:
—¡Warren! ¡Warren! ¡Contesta! ¿Estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el horror culminante: el horror indecible, impensable, increíble. Ya he dicho que parecieron transcurrir eones después de que Warren lanzó su última desesperada advertencia, y que sólo mis propios gritos rompieron el pavoroso silencio. Pero al cabo de unos instantes se oyó un chasquido en el receptor y tensé el oído para escuchar. Grité de nuevo: «Warren, ¿estás ahí?», y en respuesta oí lo que envió la oscura nube sobre mi cerebro. No intentaré describir aquella voz, caballeros, puesto que las primeras palabras me arrancaron la conciencia y crearon un vacío mental que se extiende hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Qué podría decir? ¿Que la voz era hueca, profunda, gelatinosa, remota, sobrenatural, inhumana, incorpórea? Aquello fue el final de mi experiencia, y es el final de mi historia. Lo oí, y no sé nada más... La oí mientras permanecía petrificado en aquel cementerio desconocido en la hondonada, entre las lápidas carcomidas y las tumbas en ruinas, la exuberante vegetación y los vapores miasmáticos... La oí surgiendo de las abismáticas profundidades de aquel maldito sepulcro abierto, mientras contemplaba unas sombras amorfas y necrófagas danzando bajo una pálida luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
«¡Imbécil! ¡Warren está MUERTO!»

La nave blanca (1919), cuento de HP Lovecraft




Mi nombre es Basil Elton, custodio del faro de Punta Norte, que mi padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Distante de la costa, la torre gris se levanta sobre rocas hundidas y cubiertas de musgo que surgen al descender la marea, tornándose invisibles cuando sube. Frente al faro, pasan desde hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces me siento solo, como si fuese el último hombre de la tierra.
De remotas orillas llegaban aquellas naves blancas, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes visitaban seguido a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él narraba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño, cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de éstas, y de otras muchas, en libros que me trajeron los hombres cuando aún era niño y me atraía lo prodigioso.
Pero más notable que la sabiduría de los viejos y de los libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro; tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida lo he observado y escuchado. Al principio, sólo me contaba historias sencillas de playas tranquilas y puertos pequeños; pero con los años se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del horizonte se abren para regalarme visiones fugaces de las rutas que hay más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras y fosforescentes, y me han permitido atisbar las rutas que hay debajo. Y estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y calmada sobre el mar. Ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento. Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas. Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las mismas señas.
La luna brillaba en la noche que respondí a su llamado, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre pronunció unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las horas se llenaron con las dulces melodías de los remeros, mientras nos alejábamos rumbo al sur misterioso, que aquella luna llena y tierna doraba con su esplendor.
Y cuando llegó el día, rosado y luminoso, observé el verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las blancas columnas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas, comprobé que era cierto, pues entre las visiones que tenía ante mí había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden más allá del horizonte y en las profundidades del océano. Había también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a transitarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba de Zar y de sus templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de una; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente desentrañar.
Miré otra vez, más cerca, y vi que era la mayor ciudad de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las cuales asomaban tejados oscuros y siniestros, ornados con ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel; pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan sólo demonios y entidades que ya no son humanas, y sus calles son blancas por los huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca siguió su viaje, dejando atrás los muros de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Y llegamos a una costa plácida, donde abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la vista, encantadoras arboledas se caldeaban bajo el sol. De allí brotaban canciones de lírica armonía, salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que exhorté a los remeros a que se esforzasen más. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por encima de los prados y bosques frondosos, y trajo una fragancia que me hizo estremecer. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a muerte, a corrupción, a peste, a cementerios exhumados. Y mientras nos alejábamos de aquella costa maldita, el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo por mares venturosos y cálidos, hinchado por brisas suaves y fragantes. Navegamos día y noche; y cuando surgió la luna llena, dulce como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz nocturna, en el puerto de Sona Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la Fantasía, y bajamos a la costa verde por un puente dorado que tendieron los rayos de la luna.
En el país de Sona Nyl no existe el tiempo ni el espacio, el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos siglos. Verdes son las arboledas y la hierba, vivas y delicadas las flores, azules y musicales los arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y castillos y ciudades de Sona Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las espléndidas ciudades, andan la gente feliz y a su antojo, todos dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están bordeados de flores. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos cobijados en el regazo de valles verdes y ciudades de doradas y gigantescas cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente. Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos; al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen que se encuentra Cathuria. En Sona Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero, ¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave Blanca, y abandoné con el hombre barbado el puerto feliz, rumbo a mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con sus alas, y nos llevó hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no cantaron dulces canciones. En mi imaginación, me representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían. Cathuria, me decía, es la morada de los dioses y el país de innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las ciudades son todas palacios, construidos junto a un canal que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol son las casas; y sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde remotos picos. Lo más hermoso es el palacio del gran monarca Dorieb, de quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan trofeos de todas las épocas. Su techo es de oro puro, y está sostenido por pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas figuras de dioses y de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria.
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de Sona Nyl; pues Sona Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días siguiendo al pájaro, avistamos las columnas de Occidente. Una niebla las envolvía. Nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd, más dulces que las más dulces canciones de Sona Nyl, y que cantaban mis propias alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió avanzando hacia aquellos sones melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el tronar lejano de una cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona Nyl, que jamás volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos. Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el penacho de las olas y la nieve de los montes. Después de aquello, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.