Los aficionados al horror
suelen buscar los sitios llenos de misterio pero lejanos, como las catacumbas
de Ptolomeo o los magníficos mausoleos de tantas partes. Preferentemente a la
luz de la luna, se entregan a trepar a las ruinosas torres de los castillos del
Rhin o a transitar tambaleantes entre las lóbregas escaleras repletas de
telarañas que aún subsisten entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus
templos son los bosques encantados o las montañas inaccesibles y sus reliquias
están dadas por los horribles monolitos que se levantan en islas despobladas.
Sin embargo, para el verdadero sensual del horror, aquél que ante un
estremecimiento nuevo puede llegar a sentir justificada toda una existencia,
las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra son particularmente
atractivas, puesto que es allí donde se produce la combinación precisa de
elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de
fuerzas sombrías que en conjunto pueden producir altas cumbres de lo tenebroso.
Los paisajes más interesantes,
en este sentido, son necesariamente aquellos que se encuentran a gran distancia
de los caminos más transitados, donde se levantan pequeñas casas sin pintar,
casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna ladera agreste o algún
peñasco gigantesco. Han estado allí a veces por más de doscientos años viendo
sucesivas generaciones de árboles inmensos o de viboreantes enredaderas. Actualmente
ha triunfado la vegetación, que casi las ha devorado amortajándolas con su
verdosa sombra; sin embargo, sobreviven pequeñas ventanas, por lo general de
guillotina, como si fueran ojos que parpadean agobiados por la imposibilidad de
expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de gentes de las
más diversas layas y de las más variadas procedencias. Fanatizados en oscuras
creencias que los obligaron a apartarse de sus congéneres, ellos y sus
descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para entregarse a sus
raras actividades. Los hijos encontraron ciertamente las facilidades que
buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las compunciones que les
habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable
servilismo impuesto por el siniestro culto que se había posesionado de su
imaginación. Marginados completamente de los avances de la civilización, toda
la tecnología de estos curiosos puritanos provenía de desarrollos autóctonos.
El aislamiento, su patológica autorrepresión y la implacable lucha contra un
medio inhóspito, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya de por sí oscuros
trazos de su ancestral ascendencia septentrional. Esencialmente prácticos y
necesariamente austeros, éstos no eran hombres que se solazaran en el pecado.
Expuestos al error, como cualquier mortal, su peculiar código moral los
obligaba a encubrirlo y así llegó el momento en que fueron completamente
incapaces de identificar lo que encubrían. Sólo las deshabitadas casas,
insomnes y majestuosas, en apartadas y frondosas regiones, albergan lo que
desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran
poco dispuestas a sacudir su letargo y tornarse comunicativas. Ciertas veces,
al contemplarlas, uno siente que lo que mejor podría hacerse con ellas es
demolerlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de
1896, mientras paseaba por la zona, se desató un aguacero tan furioso que me vi
obligado a buscar refugio en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En
verdad, hacía ya algún tiempo que recorría la región aledaña al valle de
Miskatonic en procura de cierta información genealógica y en virtud de la
geografía del lugar y de la propia índole de mis movimientos, pese a la época
del año, había decidido servirme de una bicicleta. De este modo, la tarde en
cuestión me había encontrado en un camino de aspecto abandonado, por el que me
había aventurado creyéndolo el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En
este tránsito, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier
pueblo, el cielo pareció derrumbarse en un violento diluvio y no tuve otra
alternativa que correr hacia un ruinoso edificio de madera que surgió en mi
reducido campo visual. Flanqueada por dos enormes olmos ya casi sin hojas y
recostada contra un cerro rocoso, desde un primer momento la casa no me inspiró
ninguna confianza. Las empañadas ventanas, como taimados ojos entrecerrados,
los cimientos aún con la mayor solidez y las paredes exteriores bastante
enteras, significaban elementos básicos que se correspondían con otros tantos
que aparecían en leyendas que había recogido en mis investigaciones y que me
predisponían contra lugares como al que entonces debía recurrir. En efecto, la
fuerza de la tempestad era tal que no tuve más que desechar mis aprensiones,
lanzar la bicicleta por la pendiente enmarañada de malezas que llevaba hasta la
casa y así pronto me encontré ante la puerta que, de cerca, mostraba una gran
sugerencia.
Llegué con la convicción que
no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella,
algunos indicios, por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no
desdibujados, me hicieron pensar que el lugar no se encontraba totalmente
abandonado. Por eso, en vez de abrir la puerta sin más, opté por golpear cautelosamente;
mientras tanto se iba apoderando de mí una ansiedad cuyas fuentes no sabría
explicar. De pie sobre la roca que hacía las veces de escalón de entrada, me
dediqué a examinar las ventanas que tan mal me habían impresionado desde lejos
y pude comprobar que, pese al deterioro del tiempo y a la mugre que las cubría,
ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Evidencia adicional para mi
sospecha que pese al abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada.
Sin embargo, los golpes en la puerta no tenían la menor respuesta. Volví a
golpear en la puerta y tras una prudente espera, que también resultó
infructuosa, me decidí a hacer girar el oxidado picaporte; sin demasiada
sorpresa advertí que la puerta estaba destrabada. Ingresé a un vestíbulo pequeño,
de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta se deslizaba un
olor especialmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el
interior, cerré la puerta tras de mí. Descubrí una escalera angosta que
terminaba en una también estrecha puerta y que, sin duda, debía llevar al
sótano. A la izquierda y a la derecha se veían otras tantas puertas que debían
comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.
Apoyé la bicicleta contra la
pared, abrí la puerta de la izquierda e ingresé a una habitación pequeña, de
techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi opacos por el polvo
y las telarañas, y prácticamente sin muebles. Parecía haber sido una sala de
estar, si se tenía en cuenta el mobiliario constituido por una mesa, algunas
sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se veía un antiguo reloj del que
aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la difusa luz que llegaba
hasta aquel lugar me impedía leer sus títulos. Me resultaba interesante lo
arcaico que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Estaba
acostumbrado a encontrar abundantes reliquias del pasado en las casas de la
región, pero aquí era impresionante la presencia de lo antiguo; por ejemplo, en
la habitación donde me encontraba no había un solo objeto que correspondiera a
una fecha posterior a la
Revolución. Pese a la modestia del mobiliario, aquella casa
hubiese sido el paraíso de un coleccionista.
La animadversión que había
concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que crecer a medida
que iba recorriendo con la mirada el panorama que se me presentaba. Fue
imposible determinar cuál era la fuente que me inspiraba temor o desagrado;
baste con decir que había algo vago en la atmósfera que me hacía pensar en
reminiscencias de tiempos licenciosos, en la más crasa brutalidad, en
situaciones que más valía sepultar en el olvido. Nada me invitaba a sentarme
tranquilamente a esperar que cesara la lluvia, así que continué dando vueltas y
examinando los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un
libro de formato mediano que estaba sobre la mesa; su aspecto era tan
gutemberiano que sorprendía verlo fuera de un museo. Tenía encuadernación en
cuero guarnecido en metal y su estado de conservación era excelente. Por cierto
que no era cosa de todos los días encontrar semejante volumen en una casa tan
modesta. Lo abrí y con sorpresa descubrí que se trataba de la descripción del
Congo que hace Pigafetta a partir de las observaciones del marinero Lope;
estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.
Muchas veces había oído hablar
de aquella obra, curiosamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que
absorto en su examen terminé por olvidar el malestar que me producía el lugar.
Las ilustraciones eran verdaderamente singulares, decididamente inclinadas
hacia la imaginación, con relativa fidelidad a las descripciones del texto: una
presencia recurrente en ellos era la de los negros de piel blanca y rasgos
caucásicos. Estuve un largo rato hojeando el precioso volumen y habría seguido
así mucho más si una trivialidad no hubiese venido a fastidiarme y a revivir mi
desasosiego. Me irritaba el hecho que, lo quisiera o no, el libro se abría
siempre en la Lámina XII ,
una estremecedora representación en las caníbales Anziques. No dejé de
avergonzarme por semejante exceso de susceptibilidad, pero en verdad subsistía
la circunstancia que aquel grabado no me gustaba en lo más mínimo,
especialmente en los detalles que referían la gastronomía anziqueña.
Lo dejé sobre la mesa y me
volví hacia el estante que había advertido al comienzo. Había pocos libros, una
Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con
burdos grabados de madera e impreso por el autor de almanaques Isaiah Thomas, un
lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y unos pocos volúmenes
más de la misma época. De pronto todo mi cuerpo se tensó al escuchar el
inconfundible sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía
a la falta de respuesta a mis reiterados llamados a la puerta, pero no tardé en
calmarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de
una profunda siesta y, ya con mucha mayor tranquilidad, recibí el sonido
chirriante de la escalera acusando a alguien que descendía por ella. Eran pasos
firmes, aunque parecían trasmitir algo de cautela. Por mi parte había tenido la
precaución de cerrar tras de mí la puerta de la habitación en la que ahora me
encontraba. Se produjo un silencio al otro lado de la puerta, tiempo en el que
seguramente quien fuese se dedicaba a examinar la bicicleta que había dejado
apoyada contra la pared. Luego escuché un familiar movimiento en el picaporte y
vi como la puerta se abría.
Por ella apareció alguien con
una apariencia tan peculiar que si no la recibí con un grito de asombro fue
debido a mi muy esmerada y controlada educación. Se trataba de un anciano de
barba canosa, vestido sólo con andrajos, pero con un rostro y un porte que
inspiraban admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y pese a su
aspecto general y a la clara miseria en que se encontraba, era de complexión
fuerte y casi deportiva. Oculta por una barba que le cubría totalmente las
mejillas, la piel de su cara mostraba un tinte extraordinariamente rosado y
casi no tenía arrugas. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran
de una notable vivacidad y proyectaban miradas de honda intensidad. De no ser
por su apariencia bizarra, el hombre hubiese impuesto su porte distinguido y su
excepcional contextura física. Precisamente, el aspecto estrafalario era el que
lo contaminaba irremediablemente con un aire repulsivo. No es posible describir
lo que en otro tiempo había constituido su vestimenta, ahora reducida a un
montón de jirones que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible
dar cuenta del grado de suciedad de toda su persona.
Todo ello, más el miedo
instintivo que me poseía desde antes de su llegada, produjo en mí un
sentimiento de hostilidad hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa verlo,
en abierta contradicción con su aspecto y con los sentimientos que
experimentaba, como me invitaba con un elegante gesto a que tomara asiento y
dirigirse en voz débil, pero muy agradable, para expresarme su respetuosa
hospitalidad. Manejaba un idioma particular, una especie de variante del
dialecto yanqui a la que suponía extinguida hacía mucho tiempo y que ahora
encontraba ocasión de estudiar, mientras conversábamos tranquilamente frente a
frente. -¿Lo sorprendió la lluvia?- inició la conversación. Afortunadamente se
hallaba cerca de la casa. Supongo que debí haber estado dormido… De lo
contrario, lo habría escuchado… No soy joven y necesito dormir muchas horas
todos los días. ¿Va muy lejos? No es mucha la gente que pasa por ese camino
desde que suprimieron la diligencia de Arkham.
Le dije que efectivamente me
dirigía a Arkham y me disculpé por haber irrumpido de aquel modo en su casa. El
anciano volvió a hablar.
-Me alegra verlo, caballero.
Son muy pocas las caras nuevas que suelen verse por aquí y no hay mucho con qué
entretenerse. Supongo que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz
de distinguir a alguien de esa ciudad con sólo verle. En el 84 tuvimos un
maestro para todo el distrito, pero un día se fue y nadie volvió a saber de él.
El anciano soltó una especie
de risa contenida y no me respondió sobre la causa de la misma al preguntarle
yo. Parecía de muy buen humor, pero evidenciaba las excentricidades propias de
alguien con su apariencia. Durante un rato siguió hablando solo, como si
encontrara un señalado placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo
había llegado hasta sus manos un libro tan raro como el Regnum Congo de
Pigafetta. Aún no me había recobrado del asombro que me produjo encontrar aquel
volumen allí y por algunos momentos había contenido mis deseos de hablar acerca
de ello, pero finalmente mi curiosidad triunfó por encima de todas las demás
aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no supuso el ingreso a algún tema
embarazoso para mi anfitrión, quien se entregó a una locuaz explicación.
-¿El libro africano? Se lo
cambié al capitán Ebenezer Holt, creo que en el año 68, antes que él muriera en
la guerra, por algún objeto que ahora no recuerdo.
El nombre Ebenezer Holt hizo
que prestara atención de inmediato. Durante mis pesquisas genealógicas me había
topado con aquel nombre, pero no había podido encontrar datos precisos acerca
de él desde los tiempos de la
Revolución. Se me ocurrió que aquel hombre podría ayudarme en
la ubicación de esos datos, pero decidí aplazar la pregunta para después.
Mientras tanto, él continuaba con su relato:
-Ebenezer navegó durante
muchos años en una nave mercante de Salem y no había puerto donde anclara en el
que no se encaprichara con alguna bendita rareza. Me parece que este libro lo
había adquirido en Londres. Le gustaba mucho visitar las tiendas para comprar
estas cosas. Cierta vez visité su casa en las montañas, donde había ido a
vender caballos, y vi este libro. Me gustaron mucho los grabados y le propuse
cambiárselo. Es un libro muy raro. Veámoslo… Necesito mis lentes…
El anciano introdujo una mano
entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes mugrientos e increíblemente
antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se
las caló, tomó con sumo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.
-Ebenezer podía leer este
libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes,
el reverendo Clark, de quien se rumorea que murió ahogado en la laguna, también
me leyó algo… ¿Usted entiende lo que dice?
Le dije que sí y para
corroborarlo le traduje un fragmento del principio. Tal vez cometí algunos
errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera corregirme.
Además, parecía encantado con mi versión. Su cercanía se iba intensificando y,
al mismo tiempo, haciéndoseme cada vez más insoportable, pero no se me ocurría
modo alguno de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me
regocijaba el infantil entusiasmo de aquel anciano ignorante ante los grabados
de un libro que no podía leer; me preguntaba si acaso sabría leer los libros en
inglés que estaban sobre el estante. Reparé en esa sencillez y de pronto sentí
como ridículos todos los temores que había estado alentando.
-Es curioso como los grabados
pueden hacerlo pensar a uno. Veamos, por ejemplo, éste que está al comienzo.
¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que éstos, con hojas tan enormes
colgando de las ramas? Y estos hombres…, no pueden ser negros…, da la impresión
que fueran indios, a pesar que están en África. Algunos de estos seres que
están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca oí
de nada parecido a esto- dijo señalando una extraña criatura que semejaba un
dragón con cabeza de lagarto.
-Sin embargo, todavía no hemos
visto el mejor de todos. Veamos, está por aquí, en la mitad del libro…- su
hablar se volvió más pastoso y sus ojos se encendieron con un extraño brillo.
El libro se abrió inevitablemente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió
a asaltar la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se reflejara
en mi rostro. Volví a mirarla y comprobé que lo realmente curioso era que el
artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos.
De las paredes del establecimiento colgaban piernas y brazos, en un espectáculo
ciertamente repugnante, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al
clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en
cambio, le encantaba.
-¿Qué le parece? ¿A que nunca
ha visto nada parecido? Apenas lo vi, le dije a Eb Holt que era algo como para
calentarle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de matanzas- la
de los medianitas, por ejemplo -me imagino escenas así. Aquí está todo lo que
se precisa para imaginárselo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos
en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en pedazos siento como un
hormigueo que me recorre todo el cuerpo. No puedo apartar la vista del grabado.
¿Ve cómo el carnicero cortó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la
cabeza y un brazo; el otro está más lejos…
En su peculiar lengua, el
anciano era poseído por un siniestro éxtasis, su velluda cara cobró una intensa
expresividad, pero curiosamente el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi
parte, era un mar de sensaciones encontradas. Había vuelto a sentir todo el
terror que difusa e intermitentemente me había rondado desde que vi la casa,
produciéndome un fuerte rechazo hacia aquella abominable criatura que tenía a
mi lado. No podía comprender la locura y la perversión de la que hacía
ostentación, pero lo que más me estremecía era su voz, que ahora no pasaba de
ser un ronco susurro mucho más horrible que cualquier aullido.
-Realmente, es muy curiosa la
capacidad de los grabados para hacerlo pensar a uno. Me refiero a éste, joven.
Cuando Eb me dio el libro solía entregarme a mirarlo muy a menudo,
especialmente después que el empelucado reverendo Clark despotricaba todos los
domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré contarle una travesura que se me
ocurrió cierta vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el
mercado, acostumbraba mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las
ovejas luego de mirarlo…
La voz del anciano continuaba
adelgazándose; por momentos no podía oír algunas de sus palabras que eran
tapadas por el ruido de la lluvia o por el golpeteo de algunas maderas sueltas.
Súbitamente se descargó el ruido de un rayo, fenómeno ciertamente extraño para
la época del año en que nos encontrábamos. El resplandor primero y el ruido a
continuación produjo el estremecimiento hasta de los cimientos de la casa. Sin
embargo, el anciano, totalmente abstraído en su relato, parecía no haberlo
advertido.
-Matar ovejas era muy
agradable… ¿sabe usted?…, pero no era tan agradable. Es verdaderamente extraño
como uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará
lo que voy a decirle. Le juro por Dios que veía el grabado y se me desataba un
hambre de alimentos que no podía comprar ni cultivar…, no se ponga nervioso…
¿le sucede algo? Después de todo no hice nada… Sólo me preguntaba qué habría
sucedido de haberlo hecho… Se dice que la carne es buena para el cuerpo humano,
que renueva la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría prolongar
mucho más su vida si se diese a consumir una carne más parecida a la suya…
En este punto el susurro del
anciano se extinguió completamente. La interrupción no se debió al terror que
evidentemente yo no podía disimular, ni a la tempestad cada vez más furiosa. La
razón estuvo dada por un hecho mucho más sencillo, aunque extraordinario.
Frente a nosotros se hallaba
el libro abierto, naturalmente con el abominable grabado mirando hacia arriba.
Al pronunciar el anciano la frase más parecida a la suya, se oyó un sutil goteo
sobre el papel amarillento del grabado. En un principio pensé que se trataría
de una gotera que se había filtrado por alguna de las tantas grietas del techo,
pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique
refulgía una pequeña gota de color rojo que agregaba una intensidad adicional
al ya de por sí espantoso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano dejó de
hablar; de inmediato alzó la cabeza dirigiendo la mirada al piso de la
habitación de la que había bajado un rato antes.
Acompañé la trayectoria de su
mirada y exactamente encima de nosotros vi una gran mancha irregular de una
sustancia húmeda y carmesí que parecía ir expandiéndose a medida que la mirada
continuaba posada sobre ella. Permanecí inmóvil y en silencio donde me encontraba,
pero sin poder aguantar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después oí
cómo se descargaba otro descomunal rayo, que esta vez acertó de lleno en la
casa haciéndola saltar por los aires y disipando para siempre sus inextricables
secretos. También derramó el olvido, que permitió la salvación de mi mente.