lunes, 20 de agosto de 2012

El grabado en la casa (1920), cuento de HP Lovecraft




Los aficionados al horror suelen buscar los sitios llenos de misterio pero lejanos, como las catacumbas de Ptolomeo o los magníficos mausoleos de tantas partes. Preferentemente a la luz de la luna, se entregan a trepar a las ruinosas torres de los castillos del Rhin o a transitar tambaleantes entre las lóbregas escaleras repletas de telarañas que aún subsisten entre los restos de algunas ciudades asiáticas. Sus templos son los bosques encantados o las montañas inaccesibles y sus reliquias están dadas por los horribles monolitos que se levantan en islas despobladas. Sin embargo, para el verdadero sensual del horror, aquél que ante un estremecimiento nuevo puede llegar a sentir justificada toda una existencia, las viejas y solitarias granjas de Nueva Inglaterra son particularmente atractivas, puesto que es allí donde se produce la combinación precisa de elementos tales como la fantasía, la soledad, lo ignorado y la presencia de fuerzas sombrías que en conjunto pueden producir altas cumbres de lo tenebroso.
Los paisajes más interesantes, en este sentido, son necesariamente aquellos que se encuentran a gran distancia de los caminos más transitados, donde se levantan pequeñas casas sin pintar, casi siempre recubiertas de hiedra y ocultas bajo alguna ladera agreste o algún peñasco gigantesco. Han estado allí a veces por más de doscientos años viendo sucesivas generaciones de árboles inmensos o de viboreantes enredaderas. Actualmente ha triunfado la vegetación, que casi las ha devorado amortajándolas con su verdosa sombra; sin embargo, sobreviven pequeñas ventanas, por lo general de guillotina, como si fueran ojos que parpadean agobiados por la imposibilidad de expresar todo lo que saben. En esas casas han vivido decenas de gentes de las más diversas layas y de las más variadas procedencias. Fanatizados en oscuras creencias que los obligaron a apartarse de sus congéneres, ellos y sus descendientes buscaron en esos páramos cierta libertad para entregarse a sus raras actividades. Los hijos encontraron ciertamente las facilidades que buscaban y se desarrollaron al margen de cualquiera de las compunciones que les habría impuesto la sociedad, pero en cambio debieron soportar un lamentable servilismo impuesto por el siniestro culto que se había posesionado de su imaginación. Marginados completamente de los avances de la civilización, toda la tecnología de estos curiosos puritanos provenía de desarrollos autóctonos. El aislamiento, su patológica autorrepresión y la implacable lucha contra un medio inhóspito, dibujaron rasgos sombríos sobre los ya de por sí oscuros trazos de su ancestral ascendencia septentrional. Esencialmente prácticos y necesariamente austeros, éstos no eran hombres que se solazaran en el pecado. Expuestos al error, como cualquier mortal, su peculiar código moral los obligaba a encubrirlo y así llegó el momento en que fueron completamente incapaces de identificar lo que encubrían. Sólo las deshabitadas casas, insomnes y majestuosas, en apartadas y frondosas regiones, albergan lo que desde tiempos inmemoriales permanece oculto. Pero habitualmente se muestran poco dispuestas a sacudir su letargo y tornarse comunicativas. Ciertas veces, al contemplarlas, uno siente que lo que mejor podría hacerse con ellas es demolerlas de una buena vez.
Una tarde de noviembre de 1896, mientras paseaba por la zona, se desató un aguacero tan furioso que me vi obligado a buscar refugio en una de estas casas semiderruidas por el tiempo. En verdad, hacía ya algún tiempo que recorría la región aledaña al valle de Miskatonic en procura de cierta información genealógica y en virtud de la geografía del lugar y de la propia índole de mis movimientos, pese a la época del año, había decidido servirme de una bicicleta. De este modo, la tarde en cuestión me había encontrado en un camino de aspecto abandonado, por el que me había aventurado creyéndolo el atajo más conveniente para ir hasta Arkham. En este tránsito, cuando me encontraba en el punto más alejado de cualquier pueblo, el cielo pareció derrumbarse en un violento diluvio y no tuve otra alternativa que correr hacia un ruinoso edificio de madera que surgió en mi reducido campo visual. Flanqueada por dos enormes olmos ya casi sin hojas y recostada contra un cerro rocoso, desde un primer momento la casa no me inspiró ninguna confianza. Las empañadas ventanas, como taimados ojos entrecerrados, los cimientos aún con la mayor solidez y las paredes exteriores bastante enteras, significaban elementos básicos que se correspondían con otros tantos que aparecían en leyendas que había recogido en mis investigaciones y que me predisponían contra lugares como al que entonces debía recurrir. En efecto, la fuerza de la tempestad era tal que no tuve más que desechar mis aprensiones, lanzar la bicicleta por la pendiente enmarañada de malezas que llevaba hasta la casa y así pronto me encontré ante la puerta que, de cerca, mostraba una gran sugerencia.
Llegué con la convicción que no podía tratarse sino de una casa abandonada, pero al estar frente a ella, algunos indicios, por ejemplo los senderos cubiertos de maleza pero no desdibujados, me hicieron pensar que el lugar no se encontraba totalmente abandonado. Por eso, en vez de abrir la puerta sin más, opté por golpear cautelosamente; mientras tanto se iba apoderando de mí una ansiedad cuyas fuentes no sabría explicar. De pie sobre la roca que hacía las veces de escalón de entrada, me dediqué a examinar las ventanas que tan mal me habían impresionado desde lejos y pude comprobar que, pese al deterioro del tiempo y a la mugre que las cubría, ni los marcos ni los vidrios estaban rotos. Evidencia adicional para mi sospecha que pese al abandono y al aislamiento, la casa debía estar habitada. Sin embargo, los golpes en la puerta no tenían la menor respuesta. Volví a golpear en la puerta y tras una prudente espera, que también resultó infructuosa, me decidí a hacer girar el oxidado picaporte; sin demasiada sorpresa advertí que la puerta estaba destrabada. Ingresé a un vestíbulo pequeño, de cuyas paredes se desprendía el yeso. A través de la puerta se deslizaba un olor especialmente desagradable. Aún con la bicicleta en la mano, ya en el interior, cerré la puerta tras de mí. Descubrí una escalera angosta que terminaba en una también estrecha puerta y que, sin duda, debía llevar al sótano. A la izquierda y a la derecha se veían otras tantas puertas que debían comunicar con las otras habitaciones de la planta baja.
Apoyé la bicicleta contra la pared, abrí la puerta de la izquierda e ingresé a una habitación pequeña, de techo muy bajo, iluminada por dos ventanas con vidrios casi opacos por el polvo y las telarañas, y prácticamente sin muebles. Parecía haber sido una sala de estar, si se tenía en cuenta el mobiliario constituido por una mesa, algunas sillas y una gran chimenea sobre cuya repisa se veía un antiguo reloj del que aún se oía el tic-tac. Había algunos libros, aunque la difusa luz que llegaba hasta aquel lugar me impedía leer sus títulos. Me resultaba interesante lo arcaico que se respiraba en cualquiera de los detalles de aquel lugar. Estaba acostumbrado a encontrar abundantes reliquias del pasado en las casas de la región, pero aquí era impresionante la presencia de lo antiguo; por ejemplo, en la habitación donde me encontraba no había un solo objeto que correspondiera a una fecha posterior a la Revolución. Pese a la modestia del mobiliario, aquella casa hubiese sido el paraíso de un coleccionista.
La animadversión que había concebido hacia la casa al verla desde lejos no hizo más que crecer a medida que iba recorriendo con la mirada el panorama que se me presentaba. Fue imposible determinar cuál era la fuente que me inspiraba temor o desagrado; baste con decir que había algo vago en la atmósfera que me hacía pensar en reminiscencias de tiempos licenciosos, en la más crasa brutalidad, en situaciones que más valía sepultar en el olvido. Nada me invitaba a sentarme tranquilamente a esperar que cesara la lluvia, así que continué dando vueltas y examinando los objetos que había descubierto al entrar. Me llamó la atención un libro de formato mediano que estaba sobre la mesa; su aspecto era tan gutemberiano que sorprendía verlo fuera de un museo. Tenía encuadernación en cuero guarnecido en metal y su estado de conservación era excelente. Por cierto que no era cosa de todos los días encontrar semejante volumen en una casa tan modesta. Lo abrí y con sorpresa descubrí que se trataba de la descripción del Congo que hace Pigafetta a partir de las observaciones del marinero Lope; estaba escrito en latín y había sido impreso en Frankfurt en 1598.
Muchas veces había oído hablar de aquella obra, curiosamente ilustrada por los hermanos de Bry, así que absorto en su examen terminé por olvidar el malestar que me producía el lugar. Las ilustraciones eran verdaderamente singulares, decididamente inclinadas hacia la imaginación, con relativa fidelidad a las descripciones del texto: una presencia recurrente en ellos era la de los negros de piel blanca y rasgos caucásicos. Estuve un largo rato hojeando el precioso volumen y habría seguido así mucho más si una trivialidad no hubiese venido a fastidiarme y a revivir mi desasosiego. Me irritaba el hecho que, lo quisiera o no, el libro se abría siempre en la Lámina XII, una estremecedora representación en las caníbales Anziques. No dejé de avergonzarme por semejante exceso de susceptibilidad, pero en verdad subsistía la circunstancia que aquel grabado no me gustaba en lo más mínimo, especialmente en los detalles que referían la gastronomía anziqueña.
Lo dejé sobre la mesa y me volví hacia el estante que había advertido al comienzo. Había pocos libros, una Biblia del siglo XVIII, un Pilgrim’s Progress del mismo siglo ilustrado con burdos grabados de madera e impreso por el autor de almanaques Isaiah Thomas, un lamentable Magnalia Christi Americana de Cotton Mather y unos pocos volúmenes más de la misma época. De pronto todo mi cuerpo se tensó al escuchar el inconfundible sonido de pasos en la habitación de arriba. La sorpresa se debía a la falta de respuesta a mis reiterados llamados a la puerta, pero no tardé en calmarme pensando que fuera quien fuese seguramente acababa de despertarse de una profunda siesta y, ya con mucha mayor tranquilidad, recibí el sonido chirriante de la escalera acusando a alguien que descendía por ella. Eran pasos firmes, aunque parecían trasmitir algo de cautela. Por mi parte había tenido la precaución de cerrar tras de mí la puerta de la habitación en la que ahora me encontraba. Se produjo un silencio al otro lado de la puerta, tiempo en el que seguramente quien fuese se dedicaba a examinar la bicicleta que había dejado apoyada contra la pared. Luego escuché un familiar movimiento en el picaporte y vi como la puerta se abría.
Por ella apareció alguien con una apariencia tan peculiar que si no la recibí con un grito de asombro fue debido a mi muy esmerada y controlada educación. Se trataba de un anciano de barba canosa, vestido sólo con andrajos, pero con un rostro y un porte que inspiraban admiración y respeto. Medía no menos de un metro noventa y pese a su aspecto general y a la clara miseria en que se encontraba, era de complexión fuerte y casi deportiva. Oculta por una barba que le cubría totalmente las mejillas, la piel de su cara mostraba un tinte extraordinariamente rosado y casi no tenía arrugas. Los ojos azules, ligeramente empañados en sangre, eran de una notable vivacidad y proyectaban miradas de honda intensidad. De no ser por su apariencia bizarra, el hombre hubiese impuesto su porte distinguido y su excepcional contextura física. Precisamente, el aspecto estrafalario era el que lo contaminaba irremediablemente con un aire repulsivo. No es posible describir lo que en otro tiempo había constituido su vestimenta, ahora reducida a un montón de jirones que caían sobre un par de botas de caña. Tampoco es posible dar cuenta del grado de suciedad de toda su persona.
Todo ello, más el miedo instintivo que me poseía desde antes de su llegada, produjo en mí un sentimiento de hostilidad hacia el anciano. Sin embargo, fue una gran sorpresa verlo, en abierta contradicción con su aspecto y con los sentimientos que experimentaba, como me invitaba con un elegante gesto a que tomara asiento y dirigirse en voz débil, pero muy agradable, para expresarme su respetuosa hospitalidad. Manejaba un idioma particular, una especie de variante del dialecto yanqui a la que suponía extinguida hacía mucho tiempo y que ahora encontraba ocasión de estudiar, mientras conversábamos tranquilamente frente a frente. -¿Lo sorprendió la lluvia?- inició la conversación. Afortunadamente se hallaba cerca de la casa. Supongo que debí haber estado dormido… De lo contrario, lo habría escuchado… No soy joven y necesito dormir muchas horas todos los días. ¿Va muy lejos? No es mucha la gente que pasa por ese camino desde que suprimieron la diligencia de Arkham.
Le dije que efectivamente me dirigía a Arkham y me disculpé por haber irrumpido de aquel modo en su casa. El anciano volvió a hablar.
-Me alegra verlo, caballero. Son muy pocas las caras nuevas que suelen verse por aquí y no hay mucho con qué entretenerse. Supongo que usted es de Boston. Nunca estuve allí, pero soy capaz de distinguir a alguien de esa ciudad con sólo verle. En el 84 tuvimos un maestro para todo el distrito, pero un día se fue y nadie volvió a saber de él.
El anciano soltó una especie de risa contenida y no me respondió sobre la causa de la misma al preguntarle yo. Parecía de muy buen humor, pero evidenciaba las excentricidades propias de alguien con su apariencia. Durante un rato siguió hablando solo, como si encontrara un señalado placer en ello, hasta que se me ocurrió preguntarle cómo había llegado hasta sus manos un libro tan raro como el Regnum Congo de Pigafetta. Aún no me había recobrado del asombro que me produjo encontrar aquel volumen allí y por algunos momentos había contenido mis deseos de hablar acerca de ello, pero finalmente mi curiosidad triunfó por encima de todas las demás aprensiones. Afortunadamente, la pregunta no supuso el ingreso a algún tema embarazoso para mi anfitrión, quien se entregó a una locuaz explicación.
-¿El libro africano? Se lo cambié al capitán Ebenezer Holt, creo que en el año 68, antes que él muriera en la guerra, por algún objeto que ahora no recuerdo.
El nombre Ebenezer Holt hizo que prestara atención de inmediato. Durante mis pesquisas genealógicas me había topado con aquel nombre, pero no había podido encontrar datos precisos acerca de él desde los tiempos de la Revolución. Se me ocurrió que aquel hombre podría ayudarme en la ubicación de esos datos, pero decidí aplazar la pregunta para después. Mientras tanto, él continuaba con su relato:
-Ebenezer navegó durante muchos años en una nave mercante de Salem y no había puerto donde anclara en el que no se encaprichara con alguna bendita rareza. Me parece que este libro lo había adquirido en Londres. Le gustaba mucho visitar las tiendas para comprar estas cosas. Cierta vez visité su casa en las montañas, donde había ido a vender caballos, y vi este libro. Me gustaron mucho los grabados y le propuse cambiárselo. Es un libro muy raro. Veámoslo… Necesito mis lentes…
El anciano introdujo una mano entre sus harapos y de allí sacó un par de lentes mugrientos e increíblemente antiguos, de aquellos con pequeñas lentes octogonales y patillas de acero. Se las caló, tomó con sumo cuidado el libro y se puso a pasar las páginas.
-Ebenezer podía leer este libro. Está en latín. ¿Lo sabía? Dos o tres maestros me leyeron algunas partes, el reverendo Clark, de quien se rumorea que murió ahogado en la laguna, también me leyó algo… ¿Usted entiende lo que dice?
Le dije que sí y para corroborarlo le traduje un fragmento del principio. Tal vez cometí algunos errores, pero el anciano no era ningún latinista que pudiera corregirme. Además, parecía encantado con mi versión. Su cercanía se iba intensificando y, al mismo tiempo, haciéndoseme cada vez más insoportable, pero no se me ocurría modo alguno de recuperar la distancia sin que se sintiera ofendido. Me regocijaba el infantil entusiasmo de aquel anciano ignorante ante los grabados de un libro que no podía leer; me preguntaba si acaso sabría leer los libros en inglés que estaban sobre el estante. Reparé en esa sencillez y de pronto sentí como ridículos todos los temores que había estado alentando.
-Es curioso como los grabados pueden hacerlo pensar a uno. Veamos, por ejemplo, éste que está al comienzo. ¿Ha visto usted alguna vez árboles más grandes que éstos, con hojas tan enormes colgando de las ramas? Y estos hombres…, no pueden ser negros…, da la impresión que fueran indios, a pesar que están en África. Algunos de estos seres que están aquí miran como si fuesen monos, o medio monos y medio hombres. Nunca oí de nada parecido a esto- dijo señalando una extraña criatura que semejaba un dragón con cabeza de lagarto.
-Sin embargo, todavía no hemos visto el mejor de todos. Veamos, está por aquí, en la mitad del libro…- su hablar se volvió más pastoso y sus ojos se encendieron con un extraño brillo. El libro se abrió inevitablemente en la página que contenía la Lámina XII. Me volvió a asaltar la sensación de intranquilidad, aunque traté que ella no se reflejara en mi rostro. Volví a mirarla y comprobé que lo realmente curioso era que el artista había dibujado a los africanos como si se tratase de hombres blancos. De las paredes del establecimiento colgaban piernas y brazos, en un espectáculo ciertamente repugnante, mientras que el carnicero, hacha en mano contribuía al clímax. No obstante, mientras a mí aquel cuadro me horrorizaba, al anciano, en cambio, le encantaba.
-¿Qué le parece? ¿A que nunca ha visto nada parecido? Apenas lo vi, le dije a Eb Holt que era algo como para calentarle la sangre a uno. Cuando leo en las Escrituras acerca de matanzas- la de los medianitas, por ejemplo -me imagino escenas así. Aquí está todo lo que se precisa para imaginárselo. Tal vez sea pecado, pero, ¿acaso no vivimos todos en pecado? Cada vez que veo a este hombre cortado en pedazos siento como un hormigueo que me recorre todo el cuerpo. No puedo apartar la vista del grabado. ¿Ve cómo el carnicero cortó los pies de un solo hachazo? Sobre el banco está la cabeza y un brazo; el otro está más lejos…
En su peculiar lengua, el anciano era poseído por un siniestro éxtasis, su velluda cara cobró una intensa expresividad, pero curiosamente el tono de su voz iba desvaneciéndose. Por mi parte, era un mar de sensaciones encontradas. Había vuelto a sentir todo el terror que difusa e intermitentemente me había rondado desde que vi la casa, produciéndome un fuerte rechazo hacia aquella abominable criatura que tenía a mi lado. No podía comprender la locura y la perversión de la que hacía ostentación, pero lo que más me estremecía era su voz, que ahora no pasaba de ser un ronco susurro mucho más horrible que cualquier aullido.
-Realmente, es muy curiosa la capacidad de los grabados para hacerlo pensar a uno. Me refiero a éste, joven. Cuando Eb me dio el libro solía entregarme a mirarlo muy a menudo, especialmente después que el empelucado reverendo Clark despotricaba todos los domingos. Si no se asusta, joven, me permitiré contarle una travesura que se me ocurrió cierta vez. Antes de sacrificar las ovejas para venderlas en el mercado, acostumbraba mirar el grabado. Era mucho más agradable matar las ovejas luego de mirarlo…
La voz del anciano continuaba adelgazándose; por momentos no podía oír algunas de sus palabras que eran tapadas por el ruido de la lluvia o por el golpeteo de algunas maderas sueltas. Súbitamente se descargó el ruido de un rayo, fenómeno ciertamente extraño para la época del año en que nos encontrábamos. El resplandor primero y el ruido a continuación produjo el estremecimiento hasta de los cimientos de la casa. Sin embargo, el anciano, totalmente abstraído en su relato, parecía no haberlo advertido.
-Matar ovejas era muy agradable… ¿sabe usted?…, pero no era tan agradable. Es verdaderamente extraño como uno llega a entusiasmarse con un grabado. Confío en que usted no revelará lo que voy a decirle. Le juro por Dios que veía el grabado y se me desataba un hambre de alimentos que no podía comprar ni cultivar…, no se ponga nervioso… ¿le sucede algo? Después de todo no hice nada… Sólo me preguntaba qué habría sucedido de haberlo hecho… Se dice que la carne es buena para el cuerpo humano, que renueva la vida, así que me preguntaba si el hombre no podría prolongar mucho más su vida si se diese a consumir una carne más parecida a la suya…
En este punto el susurro del anciano se extinguió completamente. La interrupción no se debió al terror que evidentemente yo no podía disimular, ni a la tempestad cada vez más furiosa. La razón estuvo dada por un hecho mucho más sencillo, aunque extraordinario.
Frente a nosotros se hallaba el libro abierto, naturalmente con el abominable grabado mirando hacia arriba. Al pronunciar el anciano la frase más parecida a la suya, se oyó un sutil goteo sobre el papel amarillento del grabado. En un principio pensé que se trataría de una gotera que se había filtrado por alguna de las tantas grietas del techo, pero la lluvia no es roja. Sobre la carnicería de los caníbales de Anzique refulgía una pequeña gota de color rojo que agregaba una intensidad adicional al ya de por sí espantoso detalle. Fue al ver esa gota que el anciano dejó de hablar; de inmediato alzó la cabeza dirigiendo la mirada al piso de la habitación de la que había bajado un rato antes.
Acompañé la trayectoria de su mirada y exactamente encima de nosotros vi una gran mancha irregular de una sustancia húmeda y carmesí que parecía ir expandiéndose a medida que la mirada continuaba posada sobre ella. Permanecí inmóvil y en silencio donde me encontraba, pero sin poder aguantar el espectáculo cerré los ojos. Instantes después oí cómo se descargaba otro descomunal rayo, que esta vez acertó de lleno en la casa haciéndola saltar por los aires y disipando para siempre sus inextricables secretos. También derramó el olvido, que permitió la salvación de mi mente.

El caos reptante (1920), cuento de HP Lovecraft




Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado. Pero aunque mucho es lo que se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura.
Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis -mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos- y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a darme opio. Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el fututo; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba medio delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces, menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí. Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, fantaseé con que los latidos procedieran de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos. Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible. Inmediatamente me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros. La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar.
Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi irresistiblemente atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza. Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un angosto punto de tierra -o lo que ahora era un angosto punto de tierra- remontando unos 90 metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación.
Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido. Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior.
Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida. Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña -apenas mayor que una cabaña- pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales. En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí. El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza.
Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y me desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena blancuzco-dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.
-¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?
Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron. Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.
Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí.
-Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.
Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:
-Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas.
Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.
Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar. Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.
En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba. No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron  recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo. No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia.
Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.
Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.

jueves, 23 de febrero de 2012

Del más allá [1920], cuento de HP Lovecraft



Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se había operado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No le había visto desde el día —dos meses y medio antes— en que me contó hacia dónde se orientaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas y casi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio y de su casa en una explosión de fanática ira, supe que en adelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerrado en el laboratorio del ático, con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso a los criados; pero no creí que un breve período de diez semanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana. No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco de repente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas o grises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen ojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente y se le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos. Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completo desaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza a encanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostro en otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso. Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche en que su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta, después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que me abrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por encima del hombro como temeroso de los seres invisibles de la casa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios que formaban Benevolent Street.
Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicara al estudio de la ciencia y la filosofía. Estas materias deben dejarse para el investigador frío e impersonal, ya que ofrecen dos alternativas igualmente trágicas al hombre de sensibilidad y de acción: la desesperación, si fracasa en sus investigaciones, y el terror inexpresable e inimaginable, si triunfa. Tillinghast había sido una vez víctima del fracaso, solitario y melancólico; pero ahora comprendí, con angustiado temor, que era víctima del éxito. Efectivamente, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me espetó la historia de lo que presentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se excitó y se congestionó, hablando con voz aguda y afectada, aunque siempre pedante.
-¿Qué sabemos nosotros —había dicho— del mundo y del universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo según la estructura de los órganos con que las percibimos, y no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta. Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos enteros de materia, de energía y de vida que se encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles a nuestros sentidos actuales.
Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo junto a la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados órganos sensoriales existentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de las cuales son desconocidas para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos asomaremos al fondo de la creación.
Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté; porque le conocía lo bastante como para sentirme asustado, más que divertido; pero era un fanático, y me echó de su casa. Ahora no se mostraba menos fanático; aunque su deseo de hablar se había impuesto a su resentimiento y me había escrito imperativamente, con una letra que apenas reconocía. Al entrar en la morada del amigo tan súbitamente metamorfoseado en gárgola temblorosa, me sentí contagiado del terror que parecía acechar en todas las sombras. Las palabras y convicciones manifestadas diez semanas antes parecían haberse materializado en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de luz de la vela, y experimenté un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi anfitrión. Deseé tener cerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se habían marchado todos hacía tres días. Era extraño que el viejo Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sin decírselo a un amigo fiel como yo. Era él quien me había tenido al corriente sobre Tillinghast desde que me echara furiosamente.
Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temores a mi creciente curiosidad y fascinación. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast ahora de mí, pero no dudaba que tenía algún prodigioso secreto o descubrimiento que comunicarme. Antes, le había censurado sus anormales incursiones en lo inconcebible; ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía su estado de ánimo, aunque era terrible el precio de la victoria. Le seguí escaleras arriba por la vacía oscuridad de la casa, tras la llama vacilante de la vela que sostenía la mano de esta temblorosa parodia de hombre. Al parecer, estaba desconectada la corriente; y al preguntárselo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.
—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió murmurando.
Observé especialmente su nueva costumbre de murmurar, ya que no era propio de él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático, y vi la detestable máquina eléctrica brillando con una apagada y siniestra luminosidad violácea. Estaba conectada a una potente batería química; pero no recibía ninguna corriente, porque recordaba que, en su fase experimental, chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. En respuesta a mi pregunta, Tillinghast murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo entendía. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que quedaba a mi derecha, y conectó un conmutador que había debajo de un -enjambre de lámparas. Empezaron los acostumbrados chisporroteos, se convirtieron en rumor, y finalmente en un zumbido tan tenue que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Entre tanto, la luminosidad había aumentado, disminuido otra vez, y adquirido una pálida y extraña coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome, y notó mi expresión desconcertada.
—¿Sabes qué es eso? —susurró— ¡rayos ultravioleta! —rió de forma extraña ante mi sorpresa—. Tú creías que eran invisibles; y lo son, pero ahora pueden verse, igual que muchas otras cosas invisibles también. ¡Escucha! Las ondas de este aparato están despertando los mil sentidos aletargados que hay en nosotros; sentidos que heredamos durante los evos de evolución que median del estado de los electrones inconexos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad, y me propongo enseñártela. ¿Te gustaría saber cómo es? Pues te lo diré —aquí Tillinghast se sentó frente a mí, apagó la vela de un soplo, y me miró fijamente a los ojos-. Tus órganos sensoriales, creo que los oídos en primer lugar, captarán muchas de las impresiones, ya que están estrechamente conectados con los órganos aletargados. Luego lo harán los demás. ¿Has oído hablar de la glándula pineal? Me río de los superficiales endocrinólogos, colegas de los embaucadores y advenedizos freudianos. Esa glándula es el principal de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la visión, transmitiendo representaciones visuales al cerebro. Si eres normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Me refiero a casi todo el testimonio del más allá.
Miré la inmensa habitación del ático, con su pared sur inclinada, vagamente iluminada por los rayos que los ojos ordinarios son incapaces de captar. Los rincones estaban sumidos en sombras, y toda la estancia había adquirido una brumosa irrealidad que emborronaba su naturaleza e invitaba a la imaginación a volar y fantasear. Durante el rato que Tillinghast estuvo en silencio, me imaginé en medio de un templo enorme e increíble de dioses largo tiempo desaparecidos; de un vago edificio con innumerables columnas de negra piedra que se elevaban desde un suelo de losas húmedas hacia unas alturas brumosas que la vista no alcanzaba a determinar. La representación fue muy vívida durante un rato; pero gradualmente fue dando paso a una concepción más horrible: la de una absoluta y completa soledad en el espacio infinito, donde no había visiones ni sensaciones sonoras. Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo infantil que me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver que de noche siempre llevo encima, desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, de las regiones más remotas, el ruido fue cobrando suavemente realidad. Era muy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, que sentí su impacto como una delicada tortura por todo mi cuerpo. Experimenté la sensación que nos produce el arañazo fortuito sobre un cristal esmerilado. Simultáneamente, noté algo así como una corriente de aire frío que pasó junto a mí, al parecer en dirección al ruido distante. Aguardé con el aliento contenido, y percibí que el ruido y el viento iban en aumento, produciéndome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos raíles por los que se acercaba una gigantesca locomotora. Empecé a hablarle a Tillinghast, e instantáneamente se disiparon todas estas inusitadas impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólver que yo había sacado casi de manera inconsciente; pero por su expresión, comprendí que había visto y oído lo mismo que yo, si no más. Le conté en voz baja lo que había experimentado, y me pidió que me estuviese lo más quieto y receptivo posible.
—No te muevas —me advirtió—, porque con estos rayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros podemos ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunque no te he contado cómo. Fue por culpa de esa estúpida ama de llaves; encendió las luces de abajo, después de advertirle yo que no lo hiciera, y los hilos captaron vibraciones simpáticas. Debió de ser espantoso; pude oír los gritos desde aquí, a pesar de que estaba pendiente de lo que veía y oía en otra dirección; más tarde, me quedé horrorizado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. Las ropas .de la señora Updike estaban en el vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé que fue ella quien encendió. Pero mientras no nos movamos, no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamos con un mundo terrible en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!
El impacto combinado de la revelación y la brusca orden me produjo una especie de parálisis; y en el terror, mi mente se abrió otra vez a las impresiones procedentes de lo que Tillinghast llamaba «desde el más allá». Me encontraba ahora en un vórtice de ruido y movimiento acompañados de confusas representaciones visuales. Veía los contornos borrosos de la habitación; pero de algún punto del espacio parecía brotar una hirviente columna de nubes o formas imposibles de identificar que traspasaban el sólido techo por encima de mí, a mi derecha. Luego volví a tener la impresión de que estaba en un templo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano aéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo largo de la brumosa columna que antes había visto. Después, la escena se volvió casi enteramente calidoscópica; y en la mezcolanza de imágenes sonidos e impresiones sensoriales inidentificables, sentí que estaba a punto de disolverme o de perder, de alguna manera, mi forma sólida. Siempre recordaré una visión deslumbrante y fugaz. Por un instante, me pareció ver un trozo de extraño cielo nocturno poblado de esferas brillantes que giraban sobre sí; y mientras desaparecía, vi que los soles resplandecientes componían una constelación o galaxia de trazado bien definido; dicho trazado correspondía al rostro distorsionado de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí pasar unos seres enormes y animados, unas veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo supuestamente sólido, y me pareció que Tillinghast los observaba como si sus sentidos, más avezados pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que había dicho de la glándula pineal, y me pregunte qué estaría viendo con ese ojo preternatural.
De pronto, me di cuenta de que yo también poseía una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se alzó una escena que, aunque vaga, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era en cierto modo familiar, ya que lo inusitado se superponía al escenario terrestre habitual a la manera como la escena cinematográfica se proyecta sobre el telón pintado de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast enfrente de mí; pero no había vacía la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares. Un sinfín de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entremedias en repugnante confusión; y junto a cada objeto conocido, se movían mundos enteros y entidades extrañas y desconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidianas entraban en la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había negrísimas y gelatinosas monstruosidades que temblaban fláccidas en armonía con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en repugnante profusión, y para horror mío, descubrí que se superponían, que eran semifluidas y capaces de interpenetrarse mutuamente y de atravesar lo que conocemos como cuerpos sólidos. No estaban nunca quietas, sino que parecían moverse con algún propósito maligno. A veces, se devoraban unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola instantáneamente de la vista. Comprendí, con un estremecimiento, que era lo que había hecho desaparecer a la desventurada servidumbre, y ya no fui capaz de apartar dichas entidades del pensamiento, mientras intentaba captar nuevos detalles de este mundo recientemente visible que tenemos a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado observando, y decía algo.
—¿Los ves? ¿Los ves? ¿Ves a esos seres que flotan y aletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instante de tu vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he conseguido romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún hombre vivo ha visto? —oí que gritaba a través del caos; y vi su rostro insultantemente cerca del mío. Sus ojos eran dos pozos llameantes que me miraban con lo que ahora sé que era un odio infinito. La máquina zumbaba de manera detestable.
—¿Crees que fueron esos seres que se contorsionan torpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados han desaparecido, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme; me desalentabas cuando necesitaba hasta la más pequeña migaja de aliento; te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, condenado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¿No lo sabes, verdad? Pero en seguida lo vas a saber. Mírame; escucha lo que voy a decirte. ¿Crees que tienen realidad las nociones de espacio, de tiempo y de magnitud? ¿Supones que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu reducido cerebro no es capaz de imaginar. Me he asomado más allá de los confines del infinito y he invocado a los demonios de las estrellas... He cabalgado sobre las sombras que van de mundo en mundo sembrando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes?, y ahora hay entidades que me buscan, seres que devoran y disuelven; pero sé la forma de eludirlas. Es a ti a quien cogerán, como cogieron a los criados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya que es peligroso moverse; te he salvado antes al advertirte que permanecieras inmóvil, a fin de que vieses más cosas y escuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preocupes; no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados: fue el verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a los pobres diablos. No son agraciados, mis animales favoritos. Vienen de un lugar cuyos cánones de belleza son... muy distintos. La desintegración es totalmente indolora, te lo aseguro; pero quiero que los veas. Yo estuve a punto de verlos, pero supe detener la visión. ¿No sientes curiosidad? Siempre he sabido que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de ansiedad por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Por qué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado? Bueno, no te preocupes, amigo mío, porque ya vienen... Mira, mira, maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.
Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo sepas ya por las notas aparecidas en los periódicos. La policía oyó un disparo en la casa de Tillinghast y nos encontró allí a los dos: a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente. Me detuvieron porque tenía el revólver en la mano; pero me soltaron tres horas después, al descubrir que había sido un ataque de apoplejía lo que había acabado con la vida de Tillinghast, y comprobar que había dirigido el disparo contra la dañina máquina que ahora yacía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada sobre lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase escéptico; pero por la vaga explicación que le di, el doctor comentó que sin duda yo había sido hipnotizado por el homicida y vengativo demente.
Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destrozados nervios si dejara de pensar lo que pienso sobre el aire y el cielo que tengo por encima de mí y a mi alrededor. Jamás me siento a solas ni a gusto; y a veces, cuando estoy cansado, tengo la espantosa sensación de que me persiguen. Lo que me impide creer en lo que dice el doctor es este simple hecho: que la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que dicen que Crawford Tillinghast mató.

Celephaïs [1920], cuento de HP Lovecraft





En un sueño Kuranes vio la ciudad del valle y la costa que había más allá, y el pico que dominaba el mar, y las galeras pintadas de alegres colores que zarpan desde el puerto rumbo a las distantes regiones donde el mar se junta con los cielos. También en un sueño consiguió el nombre de Kuranes, ya que durante la vigilia era llamado de forma distinta. Quizás le fue natural el soñar un nombre nuevo, ya que era el último de su estirpe y se hallaba solo entre las muchedumbres indiferentes de Londres, por lo que no había demasiados que pudieran hablar con él y recordarle quién había sido. Había perdido sus tierras y dineros, y no se preocupaba de los hábitos de la gente alrededor, ya que prefería soñar y plasmar tales sueños. Cuanto escribiera había despertado la hilaridad de aquellos a los que se lo había mostrado, y, por último, dejó de escribir. Cuanto más se retiraba del mundo inmediato, más maravillosos se volvían sus sueños, y hubiera sido casi inútil el intentar traspasarlos al papel. Kuranes no era un hombre moderno, y no tenía las miras de otros que también escriben. Mientras ellos pugnaban por despojar a la vida de las ornadas vestimentas del mito, Kuranes tan sólo aspiraba a la belleza. Cuando la verdad y la experiencia no se la mostraron, se volvió hacia la fantasía y la ilusión, hallándola en sus mismos umbrales, entre los nebulosos recuerdos de los cuentos de su niñez y entre los sueños.
No hay mucha gente que sepa cuántas maravillas se les abren en las historias y visiones de juventud, ya que cuando somos niños oímos y soñamos, albergamos ideas a medio cuajar, y cuando al hacernos hombres intentamos recordar, nos vemos estorbados y convertidos en seres prosaicos por el veneno de la vida. Pero algunos de nosotros nos despertamos en mitad de la noche entre extraños fantasmas de colinas y jardines encantados, de fuentes cantarinas al sol, de acantilados dorados a la vera de mares rumorosos, de llanuras abiertas en torno a somnolientas ciudades de bronce y piedra, de la severa compañía de héroes cabalgando blancos caballos engualdrapados junto a espesas selvas; y entonces sabremos que hemos vuelto los ojos a las puertas de marfil del mundo de prodigios que fuera nuestro antes de convertirnos en sabios e infelices.
Kuranes volvió de súbito al viejo mundo de la infancia. Había estado soñando con la casa donde naciera; el gran hogar de piedra cubierto por la hiedra, donde vivieran trece generaciones de antepasados, y donde hubiera ansiado morir. Lucía la luna, y él se había escabullido por la fragante noche veraniega; atravesó jardines, bajó terrazas, dejó atrás los grandes robles y recorrió el largo camino blanquecino hacia el pueblo. La villa parecía muy antigua, con sus límites tan reducidos como aquella luna que comenzaba a menguar, y Kuranes se preguntó si bajo los tejados picudos de las casitas se albergaría el sueño o la muerte. Las malas hierbas crecían en las calles, y los cristales de las ventanas a ambos lados se encontraban rotos o acechaban transparentes. Kuranes no se demoró, antes bien prosiguió trabajosamente, como al reclamo de alguna meta. No osó desobedecer su llamada por miedo a que se revelase como una ilusión similar a las necesidades y aspiraciones de la vigilia, que no conducen a destino alguno. Luego se sintió atraído hacia un callejón que salía del casco de la ciudad rumbo a los acantilados del canal y alcanzó el final de las cosas... el precipicio y el abismo donde el pueblo y el mundo entero se desplomaban abruptamente en una vacuidad sin sonidos de infinito, y donde el cielo por delante se hallaba a oscuras, despojado de la menguante luna o de las acechantes estrellas. La confianza le urgió a proseguir sobre el precipicio, en el abismo por donde descendió flotando, flotando, flotando; pasó oscuridad, incorporeidad, sueños no soñados, esferas débilmente iluminadas que podían ser sueños soñados a medias y burlones seres alados que parecían mofarse de los soñadores de todos los mundos. Entonces pareció abrirse una falla en la oscuridad de delante y vio la ciudad del valle, refulgiendo de forma radiante a lo lejos, lejos y abajo, con el trasfondo del mar y del cielo, y la montaña cubierta de nieves al pie de la orilla.
Kuranes se despertó en el mismo instante de vislumbrar la ciudad, aunque gracias a aquel fugaz vistazo supo que no se trataba sino de Celephaïs, en el valle de Ooth-Nargai, más allá de las colinas Tanarias, donde su espíritu morara durante toda la eternidad de una hora, una tarde de verano, mucho tiempo atrás, cuando se había escapado de su aya y había permitido que la cálida brisa marina le acunara hasta alcanzar el sueño mientras observaba las nubes desde los riscos próximos al pueblo. Entonces se había resistido, cuando lo encontraron, lo despertaron y lo llevaron de vuelta a casa, ya que justo al despertar había estado al borde de embarcar en una galera dorada rumbo a esas seductoras regiones donde el mar se reúne con el cielo. Y ahora
se sentía igualmente molesto de despertar, ya que había reencontrado su fabulosa ciudad tras cuarenta fatigosos años.
Pero Kuranes volvió a Celephaïs tres noches después. Como anteriormente, soñó al principio con el pueblo durmiente o muerto, y con el abismo por el que uno debía caer flotando en el silencio; luego apareció de nuevo el acantilado y pudo contemplar los resplandecientes minaretes de la ciudad, y vio las galeras llenas de gracia fondeadas en el puerto azul, y observó los gingkos de monte Aran meciéndose con la brisa marina. Pero esta vez no se vio bruscamente arrebatado y fue a posarse tan suavemente como un ser alado sobre una colina herbosa, hasta que al fin sus pies reposaron sin violencia sobre el césped. Había por fin regresado al valle de Ooth-Nargai y a la esplendorosa ciudad de Celephaïs.
Kuranes fue cuesta abajo entre hierbas aromáticas y flores brillantes, cruzó el burbujeante Naraxa por el puentecillo de madera sobre el que grabara su nombre tantos años atrás, y cruzó las susurrantes arboledas rumbo al gran puente de piedra que llevaba a las puertas de la ciudad. Todo seguía como antes; ni las murallas marmóreas se habían descolorido, ni se habían deslucido las estatuas de bronce que las coronaban. Y Kuranes vio que no debía temer que las cosas que conociera hubieran desaparecido, ya que incluso los centinelas de las murallas eran los mismos, y tan jóvenes como los recordaba. Al entrar en la ciudad, cruzando las puertas de bronce y pisando el pavimento de ónice, los mercaderes y los camelleros lo saludaban como si no se hubiera marchado jamás; y le ocurrió lo mismo en el templo de turquesa de Nath-Horthath, donde los sacerdotes tocados de orquídeas le informaron de que el tiempo no existe en Ooth-Nargai, sino tan sólo juventud eterna. Entonces Kuranes fue por la calle de las Columnas hasta el muro marítimo, donde se reunían mercaderes y marineros, así como extrañas gentes llegadas de las regiones donde el mar se junta con el cielo. Allí
estuvo largo rato, oteando sobre el puerto brillante donde el oleaje centellea bajo un sol desconocido y donde se encuentran listas para zarpar las galeras de lugares lejanos. Y contempló también al monte Aran alzándose regiamente sobre la orilla, las suaves laderas verdes con sus árboles balanceándose y su cima blanca rozando las nubes.
Más que nunca, Kuranes sintió el anhelo de embarcar en una galera rumbo a los lejanos lugares sobre los que había oído contar tantas extrañas historias, y buscó de nuevo al capitán que había aceptado enrolarlo hacía tanto tiempo. Encontró a aquel hombre, Athib, sentado sobre el mismo cofre de especias que ocupara antaño, y Athib no parecía ser consciente de cuánto tiempo había transcurrido. Entonces los dos remaron hasta una galera del puerto y, dando órdenes a los remeros, comenzaron a bogar sobre el ondulante mar Cerenio que conduce hasta el cielo. Durante varios días se deslizaron sobre el mar agitado hasta alcanzar por fin el horizonte, donde el mar se reúne con el firmamento. Aquí la galera no llegó a detenerse, sino que fue flotando despacio por el azul celeste entre nubes de algodón teñidas de rosa. Y muy por debajo de la quilla, Kuranes llegó a divisar extrañas tierras y ríos y ciudades de arrebatadora belleza, tendidas indolentes al resplandor de un sol que nunca parecía menguar o desaparecer. Al fin Athib le comunicó que el viaje estaba próximo a concluir, y que pronto arribarían al puerto de Serannian, la ciudad de mármol rojo de las nubes, que ha sido edificada en esa etérea costa donde el viento del poniente sopla por los cielos; pero cuando la más alta de las torres talladas de la ciudad apareció a la vista, se produjo un sonido en algún lugar y Kuranes despertó en su buhardilla de Londres.
Durante muchos meses, Kuranes buscó en vano la maravillosa ciudad de Celephaïs y sus galeras celestiales; y aunque sus sueños le llevaron a multitud de lugares magníficos, nunca antes narrados, nadie de cuantos se cruzó fue capaz de indicarle cómo encontrar Ooth-Nargai, más allá de la colinas Tanarias. Una noche sobrevoló oscuras montañas donde ardían mortecinos y solitarios fuegos de campamento, a una gran distancia, y había extraños rebaños de seres velludos cuyos guías portaban resonantes campanillas; y en la parte más salvaje de aquel montañoso distrito, tan remoto que pocos hombres habían llegado a verlo, encontró un muro o calzada de piedra, de espantosa antigüedad, zigzagueando entre las cimas y los valles; demasiado grande incluso para haber sido construido por manos humanas, y de tal longitud que ninguno de sus extremos estaba a la vista. Más allá del muro, en el alba gris, llegó a una tierra de pintorescos jardines y cerezos, y al alzarse el sol pudo contemplar la belleza de flores rojas y blancas, follajes verdes y céspedes, caminos blancos, arroyos cristalinos, estanques azules, puentes tallados y pagodas de tejados rojos; y buscó a la gente de esa tierra, pero comprobó que allí no había nadie, fuera de pájaros, abejas y mariposas. Otra noche Kuranes se acercó a una escalera espiral de piedra, húmeda y sin fin, y llegó a una ventana de una torre que dominaba una gran llanura y un río a la luz de la luna llena, y en aquella silenciosa ciudad que se extendía por la orilla del río creyó columbrar algún rasgo o aspecto nunca antes visto. Hubiera bajado a preguntar por el camino a Ooth-Nargai de no ser por la temible aurora que se alzó sobre algún remoto lugar más allá del horizonte, mostrando las ruinas y la antigüedad de la ciudad, y el estancamiento del río enrojecido y la muerte enseñoreándose de esa tierra, tal y como sucediera desde que el rey Kynaratholis volviera de sus conquistas para arrostrar la venganza de los dioses.
Así que Kuranes buscó infructuosamente la maravillosa ciudad de Celephaïs y sus galeras que bogan hasta Seranman a través de los cielos, presenciando mientras tanto multitud de maravillas y escapando en una ocasión por los pelos del sumo sacerdote que no puede ser descrito, aquel que porta una máscara de seda amarilla sobre el rostro y mora solitario en un prehistórico monasterio de piedra en la fría meseta desértica de Leng. Según crecía su impaciencia durante los pocos acogedores intervalos de vigilia, comenzó a comprar drogas para prolongar sus periodos de sueño. El hachís resultó de gran ayuda, y una vez lo condujo hasta una parte del espacio donde no existen formas, pero donde gases resplandecientes estudian los secretos de la existencia. Y un gas violeta le dijo que esa parte del espacio se encontraba más allá de lo que se conoce como infinito. El gas no había oído hablar anteriormente de planetas u organismos, pero identificó sin dificultad a Kuranes como alguien procedente de ese infinito donde existen materia, energía y gravitación. Kuranes se sentía ahora sumamente ansioso de volver a esa Celephaïs salpicada de minaretes y aumentó sus dosis de drogas, pero finalmente se le acabó el dinero y ya no pudo comprar más.
Entonces, un día de verano lo desahuciaron de su buhardilla y vagabundeó indefenso por las calles, pasando por un puente hasta un sitio donde las casas resultaban cada vez más míseras. Y entonces llegó la culminación, y se encontró con el cortejo de caballeros llegados de Celephaïs para llevarlo allí por siempre. Apuestos caballeros eran, a horcajadas sobre caballos ruanos y revestidos de brillantes armaduras y tabardos de curiosos blasones. Resultaban tan numerosos que Kuranes estuvo a punto de confundirlos con un ejército, pero su jefe le informó de que habían sido enviados en su honor, ya que era él quien había creado Ooth-Nargai en sus sueños, por lo que sería nombrado su dios supremo para siempre. Entonces brindó un caballo a Kuranes y lo emplazaron a la cabeza de la comitiva, y todos cabalgaron majestuosamente por las calles de Surrey camino de la región donde Kuranes y sus antepasados nacieran. Era algo muy extraño, ya que cada vez que pasaban por un pueblo a la luz del crepúsculo tan sólo veían las casas y pueblos que Chaucer y gentes aún anteriores podían haber contemplado, y a veces veían a caballeros en sus monturas, acompañados de pequeñas compañías de secuaces. Al caer la noche viajaron más ligeros, hasta que pronto parecieron volar de forma asombrosa por los aires. Con la débil alborada llegaron al pueblo que Kuranes viera vivo durante su infancia y que ahora estaba dormido o muerto en sus sueños. Ahora vivía, y los pueblerinos más madrugadores les hicieron reverencias mientras los jinetes cruzaban ruidosamente las calles y torcían por el callejón que iba a parar al abismo del sueño. Previamente, Kuranes había entrado en tal abismo sólo de noche, y se preguntaba por su aspecto durante el día; así que oteó ansioso mientras la columna se aproximaba al borde. Cuando galopaban por la pendiente hacia el precipicio, un fulgor dorado se alzó en alguna parte del oriente y cubrió todo el paisaje de resplandecientes ropajes. El abismo se mostraba ahora como un caos hirviente de esplendores rosados y cerúleos, y unas voces invisibles cantaban exultantes mientras el séquito de caballeros rebasaba el borde y flotaba graciosamente a través de las nubes resplandecientes y los fulgores plateados. Los jinetes flotaron sin fin, sus monturas hollando el éter como si galoparan sobre arenas doradas, y luego los vapores luminosos se abrieron para desvelar una luz aún mayor, el brillo de la ciudad de Celephaïs y de la ribera de más allá, y el pico nevado que dominaba el mar, y las galeras alegremente pintadas que zarpan rumbo a las lejanas regiones donde se juntan el mar y el cielo.
Y Kuranes reinó desde entonces en Ooth-Nargai y todas las regiones cercanas del sueño, y estableció alternativamente su corte entre Celephaïs y la Serannian, la ciudad de las nubes. Aún reina allí, y reinará feliz por siempre, aunque bajo los acantilados las mareas del canal agitaban burlonas el cuerpo de un vagabundo que pasara dando traspiés por el pueblo medio desierto al alba; jugueteaban burlonas y lo zaherían contra las piedras bajo Trevor Tower, cubierta de hiedra, donde un fabricante de cerveza particularmente paleto disfrutaba de una atmósfera comprada de extinta nobleza.

La poesía y los dioses [1920], cuento de HP Lovecraft


 Una tarde húmeda y oscura de abril, poco después de terminar la Gran Guerra, Marcia se encontraba sola, sumida en extraños pensamientos, y sus deseos y anhelos inauditos se elevaban del amplio salón del siglo XX a las profundidades del aire, y hacia el este, hacia los olivares de la lejana Arcadia que ella sólo había visto en sueños. Había entrado en la habitación abstraída, había apagado las luminosas arañas y se había recostado en el blando sofá, junto a una lámpara solitaria que derramaba sobre la mesa de lectura un resplandor verdoso tan sedante como la luna cuando emerge entre el follaje de algún antiguo santuario.
Vestida sencillamente, con un largo y negro traje de noche, parecía un producto típico de la civilización moderna; sin embargo, esa noche sentía el abismo inmenso que separaba su alma del prosaísmo de su alrededor. ¿Se debía a la extraña casa en que vivía, esa morada fría donde las relaciones eran siempre tensas y sus habitantes eran poco menos que unos desconocidos? ¿Era eso, o se debía a algún desplazamiento en el tiempo y en el espacio, más grande y menos explicable, por el cual había nacido ella demasiado tarde, demasiado pronto, o demasiado lejos de las regiones de su espíritu, para armonizar jamás con las cosas feas de la realidad contemporánea? Para disipar ese estado de ánimo que la estaba hundiendo en una depresión cada vez mayor, cogió una revista de la mesa y buscó un poco de saludable poesía. La poesía siempre aliviaba su mente desasosegada más que ninguna otra cosa, aunque se daba cuenta de que la perjudicaba en muchos aspectos la moderna influencia. Había partes aun en los versos más sublimes sobre las que flotaba un vapor frío de estéril fealdad y limitación, como el polvo en el cristal de una ventana a través del cual se contempla una magnífica puesta de sol.
Hojeaba indiferente las páginas de la revista como el que busca un esquivo tesoro, cuando tropezó de pronto con algo que le disipó la languidez. Un observador habría podido leer sus pensamientos y decir que había descubierto una imagen o un sueño capaz de acercarle a su meta inalcanzable más que ninguna de las imágenes o sueños contemplados hasta entonces. Era sólo un trozo de verso libre, ese lastimoso compromiso del poeta que supera la prosa pero no llega a la divina melodía de los números; sin embargo, contenía toda la música natural del bardo que vive y que siente, y que trata de encontrar a tientas, extáticamente, la belleza desvelada. Desprovisto de regularidad, tenía, sin embargo, la armonía de las palabras aladas y espontáneas, armonía que faltaba en el verso formalista y convencional que ella conocía. Al leerlo, su entorno se fue volviendo gradualmente difuso, y no tardó en sentirse rodeada de brumas de ensueños tan sólo, brumas purpúreas salpicadas de estrellas que iban más allá del tiempo, hasta donde sólo los dioses y los soñadores pueden llegar:
¡Luna sobre el Japón, Luna blanca de mariposas! Donde sueñan los Budas de párpados pesados Al son de la llamada del cuco… Las blancas alas de las mariposas lunares Aletean inseguras por las calles Silenciando con rubor la mecha inútil de las linternas en manos de las muchachas. Luna sobre los trópicos, Capullo blanco y curvo Que abre lento sus pétalos al calor de los cielos… El aire está lleno de perfumes, De lánguidos, cálidos sones… Una flauta eleva su música de insecto a la noche Bajo el curvo pétalo-luna de los cielos. Luna sobre la China, Luna cansada sobre el río del firmamento, Agitación luminosa entre los sauces, como un centelleo de pececillos plateados Que se deslizan por oscuros bajíos; Las tejas de las tumbas y los templos podridos cabrilean como los rizos del agua; El cielo se motea de nubes como escamas de dragón.
En medio de las brumas del sueño, la lectora gritó a las rítmicas estrellas su gozo ante la llegada de una nueva era de la canción, el renacimiento de Pan. Entornando los ojos, repitió palabras cuyas melodías estaban ocultas como cristales en el lecho de un arroyo antes del amanecer, pero que centellean resplandecientes al nacimiento del día. ¡Luna sobre el Japón, Luna blanca de mariposas! Luna sobre los trópicos, Capullo blanco y curvo Que abre lento sus pétalos al calor de los cielos. El aire está lleno de perfumes, De lánguidos, cálidos sones… Luna sobre la China, Luna cansada sobre el río del firmamento…
De las brumas surgió resplandeciente y divina la figura de un joven con el yelmo alado y las sandalias aladas, portando el caduceo, y dotado de una belleza sin parangón en la tierra. Movió tres veces, ante el rostro de la soñadora, el cetro que Apolo le diera a cambio de la concha de nueve cuerdas de la melodía, y colocó sobre su frente una corona de mirto y de rosas. Luego, con adoración, dijo Hermes:
—¡Oh, ninfa, más bella que las hermanas de dorados cabellos de Ciene y que las Atlántidas celestes, amada por Afrodita y bendecida por Pallas, tú has descubierto el secreto de los dioses que encierran la belleza y las canciones! ¡Oh, profetisa, más amable que la Sibila de Cumas cuando Apolo la conoció, tú has hablado certeramente de la nueva era, pues incluso ahora, en Maenalus, Pan suspira y se despereza en su sueño, deseoso de despertar y ver en torno suyo a los faunos coronados de rosas y a los sátiros antiguos! En tu anhelo, has adivinado lo que ningún mortal, salvo unos pocos rechazados por el mundo, recuerda: que los dioses no han muerto jamás, sino que duermen tan sólo y sueñan sueños de dioses en los jardines hespéridos poblados de lotos, más allá del dorado crepúsculo. Se acerca el momento de su despertar, momento en que perecerán el frío y la fealdad, y en que se sentará Zeus de nuevo en el Olimpo. Ya el mar de Pafos tiembla y alza una espuma que sólo los cielos han visto anteriormente; y por la noche, en Helicón, los pastores oyen extraños murmullos y notas semiolvidadas. Los bosques y los campos se vuelven trémulos al anochecer con un centelleo de blancas formas saltarinas, y el inmemorial océano ofrece curiosas visiones bajo tenues lunas. Los dioses son pacientes, y han dormido mucho tiempo; pero ni hombres ni gigantes podrán desafiar eternamente a los dioses. Los titanes se retuercen en el Tártaro, y bajo las llamas del Etna rugen los hijos de Urano y de Gea. Ya está cerca el día en que el hombre ha de responder por haberlos negado durante siglos; pero durmiendo, los dioses se han vuelto amables y no quieren arrojarle al abismo destinado a los que se atreven a negarlos. En vez de eso, su venganza aplastará las tinieblas, la falacia y la fealdad que han trastornado la mente del hombre; y bajo el dominio del barbado Saturno, los mortales, dedicándole sacrificios, se recrearán en la belleza y en el gozo. Esta noche conocerás el favor de los dioses, y contemplarás en el Parnaso aquellos sueños que los dioses envían a la tierra, a lo largo de los siglos, para hacer saber que no han muerto. Pues los poetas son los sueños de los dioses; y en todas las épocas ha habido alguien que cantara sin saberlo el mensaje y la promesa de los jardines de lotos que hay más allá del crepúsculo.
A continuación cogió Hermes en brazos a la doncella dormida y cruzó los cielos.

Soplaron de la torre de Aiolas suaves brisas que les elevaron por encima de mares cálidos y fragantes, hasta que de pronto llegaron adonde Zeus presidía un consejo sobre el Parnaso bicéfalo, su trono de oro, flanqueado por Apolo y las Musas a su derecha, y Dionisos coronado con hojas de parra y las bacantes ruborizadas de placer a su izquierda. Jamás había visto Marcia tanto esplendor, ni despierta ni dormida; sin embargo, no le hacía daño tanta luz, como se lo habría hecho la del elevado Olimpo; pues en esta corte menor, el padre de los dioses había atemperado su gloria a fin de que pudiese ser contemplado por ojos mortales. Ante la entrada de la cueva Gorizia, cubierta de laureles, había sentados en fila seis nobles figuras de aspecto mortal, pero con semblante de dioses. La soñadora les reconoció por las imágenes que había visto de ellas, y supo que no eran otros que el divino Maeónidas, el infernal Dante, el inmortal Shakespeare, el Milton explorador del caos, el cósmico Goethe, y Keats, amado de las Musas. Tales eran los mensajeros a quienes los dioses habían enviado a anunciar a los hombres que Pan no había dejado de existir, sino que dormía tan sólo; porque es mediante la poesía como hablan los dioses a los hombres. Entonces, exclamó Zeus, tonante:
—¡Oh, hija (porque al ser de mi estirpe interminable, eres efectivamente hija mía), contempla en estos tronos de honor a los augustos mensajeros que los dioses enviaron para que dejasen en las palabras y los escritos de los hombres algún vestigio de belleza divina! Los hombres han dado justamente laureles duraderos a otros bardos; pero a éstos los ha coronado Apolo, y yo les he otorgado un lugar aparte, como mortales que hablaron el lenguaje de los dioses.
Mucho tiempo hemos soñado en los jardines de lotos que hay más allá de Occidente, y hemos hablado sólo a través de nuestros sueños; pero se acerca el tiempo en que nuestras voces abandonen su mutismo. Será el momento del despertar y del cambio. Una vez más ha descendido Faetón con su carro, abrasando los campos y secando los arroyos. En la Galia, lloran solas las ninfas con los cabellos alborotados junto a las fuentes que han dejado de manar, y languidecen junto a los ríos que se han vuelto rojos con la sangre de los mortales.
Ha salido Ares con su séquito, dominado por la locura divina, y han regresado Deimos y Fobos saciados de placer antinatural. Tello medita con pesar, y la cara de los hombres es como el rostro de las Erinnias cuando Astraea huyó a los cielos y las olas, a una orden nuestra, envolvieron la tierra toda, salvo esta cumbre elevada. En medio de este caos, dispuesto a anunciar su advenimiento, aunque a ocultar su llegada, avanza ahora el último de nuestros mensajeros nacidos cuyos sueños contienen todas las imágenes que soñaron los que le precedieron. Es a él a quien hemos elegido para que una en un todo glorioso la belleza que el mundo ha conocido, y escriba palabras en las que resuene toda la sabiduría y el encanto del pasado. El será quien proclame nuestro retorno y quien cante nuestros días venideros, cuando los Faunos y las Dríadas llenen de belleza sus acostumbradas florestas. Nuestra elección ha sido guiada por los que ahora se sientan ante la gruta Gorizia en tronos de marfil, y en cuyas canciones oirás notas sublimes por las que dentro de unos años reconocerás al más grande mensajero, llegado el momento. Escucha sus voces cuando ahora te canten una a una. Oirás cada una de sus notas otra vez, en la poesía que está por venir, la cual traerá paz y gozo a tu alma, aunque habrás de buscarla durante años de desolación. Escucha con atención, pues cada acorde que brote y se desvanezca volverá a surgir para ti cuando regreses a la tierra, como Alfeo — hundiendo sus aguas en el alma de Elade— aparece como cristal de Aretusa en la remota Sicilia.
A continuación se levantó Homero, el más antiguo de los bardos, tomó su lira y cantó un himno a Afrodita. Marcia no conocía una sola palabra de griego; sin embargo, no llegó el mensaje en vano a sus oídos, pues el ritmo oculto contenía aquello que habla a los mortales y a los dioses, y no necesita de intérprete.
Y lo mismo ocurrió con las canciones de Dante y de Goethe, cuyas palabras desconocidas surcaron el éter con melodías sencillas de leer y de adorar. Y por último se entonaron acentos que la joven recordaba. Era el cisne de Avon, en otro tiempo dios entre los hombres, y ahora entre los dioses:
Escribe, escribe, que del curso sangriento de la guerra, Queridísimo señor, tu querido hijo pueda huir; Bendito sea en casa, en paz, mientras yo, lejos de él Con celoso fervor su nombre santifico. Y sonaron acentos aún más familiares cuando Milton, recobrada la vista, declamó con inmortal armonía: Que tu lámpara, a la medianoche, Se vea en alguna torre solitaria, De donde pueda yo vigilar la Osa Con el triplemente grande Hermes, o haz Que al espíritu de Platón desvele Qué mundos, qué vastas regiones contiene La mente inmortal, que ha olvidado Su mansión en este refugio de carne. Que alguna vez la tragedia espléndida Con cetro y bajo pallo desfile, Presentando a Tebas, o la estirpe de Pélope, O la historia de Troya divina. Por último se alzó la voz joven de Keats, el más próximo de los mensajeros al pueblo hermoso de los faunos: Dulces son las melodías escuchadas; pero aún son más Las no escuchadas; por tanto, dulces flautas, seguid… Cuando, vieja, esta generación termine, Seguirás tú, en medio de un dolor Ajeno al nuestro, amigo del hombre, a quien dijiste «La belleza es la verdad; la verdad, belleza»; eso es Cuanto sabes en la tierra; cuanto necesitas saber.
Al terminar el cantor se oyó un sonido traído por el viento que venía del Egipto lejano, donde llora de noche Aurora junto al Nilo a su Memnón asesinado. A los pies del Tonante se echó la diosa de dedos rosados; y arrodillada, imploró:
«Señor, es hora de abrir las Compuertas de Oriente.» Y Febo, tendiendo su lira a Calíope, la Musa a la que había desposado, se dispuso a partir con destino al Palacio del Sol, erigido sobre columnas y resplandeciente de joyas, donde se agitaban los corceles ya enganchados al dorado carro del día. De modo que Zeus descendió de su trono de la caverna, y posando una mano sobre la cabeza de Marcia, dijo:
—Hija, el amanecer se acerca; conviene que regreses antes de que despierten los mortales de tu casa. No llores por el vacío de tu vida, porque pronto desaparecerá la sombra de las falsas creencias, y otra vez los dioses andarán entre los hombres. Busca sin descanso a nuestro mensajero, y encontrarás el consuelo y la paz. Su palabra guiará tus pasos hasta la felicidad, y en sus sueños de belleza encontrará tu espíritu aquello que anhela.
Cuando Zeus hubo terminado de hablar, el joven Hermes cogió suavemente a la doncella y la elevó hacia las pálidas estrellas, en dirección a Occidente, sobrevolando mares invisibles.
Han pasado muchos años desde que Marcia soñó con los dioses y con el cónclave de su Parnaso. Esta noche se encuentra sentada en el mismo amplio salón, pero no está sola. Ha desaparecido el viejo espíritu de la inquietud, pues junto a ella hay alguien cuyo nombre resplandece de celebridad: es el joven poeta de los poetas, a cuyos pies se sienta el mundo entero. Está leyendo palabras manuscritas que nadie ha oído aún, pero que cuando se escuchen traerán a los hombres las fantasías que perdieron hace siglos, cuando Pan se tendía a dormitar en Arcadia, y los grandes dioses se retiraban a descansar a los jardines de lotos, más allá de las tierras de las Hespérides. En las sutiles cadencias y ocultas melodías del bardo, el espíritu de la doncella había encontrado al fin el sosiego, pues transmitían las más divinas notas del Orfeo tracio; notas que conmovían a las mismas rocas y a los árboles de las riberas del Hebro. Calla el cantor, y espera con ansiedad un veredicto; aunque, ¿qué puede decir Marcia, sino que la melodía es «digna de los dioses»?
Y mientras ella habla, le llega otra vez la visión del Parnaso, y el sonido lejano de una voz poderosa que dice: «Su palabra guiará tus pasos hasta la felicidad, y en sus sueños de belleza encontrará tu espíritu aquello que anhela.»